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viernes, 8 de octubre de 2010

Justo Sierra y la UNAM

Hoy tenemos una colaboración cortesía de Camilo Ayala Ochoa, publicada originalmente en su blog del Instituto del Libro y la Lectura A.C.

1948 fue un año de festejos para la Universidad Nacional Autónoma de México. Se cumplía el centenario del natalicio del fundador Justo Sierra Méndez, quien había sido declarado Maestro de América. El 25 de enero los restos de Sierra fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres en el panteón de Dolores. Sus restos fueron velados en el salón El Generalito de la Escuela Nacional Preparatoria.

Ese mismo año se comenzaron a publicar las obras completas de Justo Sierra 14 tomos, el último de los cuales salió en el año de 1949. Fue un proyecto dirigido por Agustín Yáñez y en él participaron José Luis Martínez y Edmundo O´Gorman. En 1993, a la obra completa se le añadió el tomo 15 que consta de un epistolario.

La UNAM ha editado otras obras completas como las de José Gaos, Samuel Ramos o José Joaquín Fernández de Lizardi; sin embargo, las obras de Justo Sierra fueron un reto editorial por el tiempo tan corto en el que se reunieron, organizaron, anotaron y se llevaron a cabo los procesos técnicos de edición, impresión y encuadernación.

En las obras completas encontramos mucho de muy variados temas. Poesía, cuento, teatro, ensayos, crónica de viajes, historia, alegatos jurídicos y propuestas educativas. Fue un hombre sumamente ilustrado, digno heredero de su padre el escritor Justo Sierra O’Reilly (1814-1861).

En 1952 se inauguró la primera librería universitaria en las instalaciones preparatorianas del Antiguo Colegio de San Ildefonso en el centro de la Ciudad de México. Fue llamada Justo Sierra y cerrada este año 2010 por bajas ventas. Otra librería que se estableció en Campeche y fue llamada Justo Sierra, también cerró a pesar de los esfuerzos del Instituto de Cultura de Campeche.

Realmente los lugares que han tenido el nombre de Justo Sierra son maltratados. El ejemplo más vergonzoso es el auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM llamado Justo Sierra y que fue renombrado por los estudiantes universitarios de 1968 como “Che Guevara”. Hoy esa instalación está tomada por un grupo de personas externas a la institución que malviven boteando y están dedicadas al vandalismo violento.

Los del “Che Guevara” dicen que el auditorio es un espacio de trabajo autónomo, anticapitalista, autogestivo e independiente; un espacio de resistencia histórica. La verdad es que se apropiaron ilegalmente de propiedad de la UNAM, de una parte de su patrimonio; y lo usan incluso para la venta de droga y para negocios particulares como el mantenimiento de un maloliente comedor vegetariano.

El anterior rector Juan Ramón de la Fuente no quiso desocupar el auditorio Justo Sierra y el actual rector José Narro siempre le ha tenido miedo a los grupos de seudo-estudiantes. Su política es cerrar los ojos y voltear a otro lado. El pasado 2 de octubre pintaron, golpearon, rompieron y derribaron la estatua del águila y la serpiente que se encontraba en la explanada de la Facultad de Derecho y no ha pasado nada. No hay autoridad.

Narro declaró respecto a la inseguridad que vive el país: "no se resuelve de la noche a la mañana, no habrá una varita mágica, ni una receta inmediata, milagrosa, que nos permita atender esto. Tenemos que trabajar intensamente”. Pero él esta esperando que por arte de magia se resuelva la situación de la violencia en la UNAM.

Justo Sierra tiene muchas frases citables. Una de ellas es: “México es un pueblo con hambre y sed. El hambre y la sed que tiene, no es de pan; México tiene hambre y sed de justicia”. La UNAM tiene hambre y sed de justicia.

Camilo Ayala Ochoa

lunes, 13 de septiembre de 2010

Justo Sierra, figura clave del centenario de la UNAM: Milenio

En el contexto de las celebraciones por el aniversario de la Universidad Nacional el recuerdo de su fundador se hace presente. Este lunes, el notable intelectual mexicano, conocido como Maestro de América, cumple 98 años de fallecido.


México.- Justo Sierra Méndez, a quien se recuerda este lunes en el 98 aniversario de su muerte, pugnó por contar con una verdadera ciencia nacional y mexicanizar los beneficios del saber universal.
José Narro, el actual rector de la casa de estudios, recordó que con ese propósito la institución que encabeza diseñó fórmulas para romper “las torres de marfil” sin desnaturalizar los proyectos académicos.
Justo Sierra Méndez es conocido como Maestro de América por el título que le otorgaron varias universidades del continente.
Fue hijo de Justo Sierra O’Reilly, eminente novelista e historiador, y de doña Concepción Méndez Hechaza Reta, hija de Santiago Méndez Ibarra, quien jugó un papel importante en la política yucateca del siglo XIX.
A la muerte de su padre, acaecida en 1861, siendo casi un niño, Sierra Méndez se trasladó a la ciudad de México donde, después de sus brillantes estudios, se relacionó con los mejores poetas y literatos de ese tiempo, entre ellos, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Acuña, Guillermo Prieto, Luis G.Urbina, poetas de la Revista Azul y de la Revista Moderna.
A partir de 1868 publicó sus primeros ensayos literarios; en el Monitor Republicano inició sus “Conversaciones del domingo”, artículos de actualidad y cuentos que después serian recogidos en el libro Cuentos románticos.
En 1871 se recibió de abogado. Fue varias veces diputado al Congreso de la Unión, lanzó un proyecto que sería aprobado en 1881 y que daba a la educación primaria el carácter de obligatoria.
En ese mismo año fue aprobado su proyecto para fundar la Universidad Nacional de México. Tardaría sin embargo 30 años para verlo convertido en realidad.
Desde 1892, expuso su teoría política sobre la “dictadura ilustrada”, pugnando por un Estado que habría de progresar por medio de una sistematización científica de la administración publica.
Presidió la Academia Mexicana, correspondiente de la española.Influyó también en los escritores Luis González Obregón y Jesús Urueta.
“Es la educación”, decía, “la que genera mejores condiciones de justicia, educar evita la necesidad de castigar”.
Justo Sierra fue también Ministro de la Suprema Corte de Justicia en 1894, de la que llegó a ser presidente.
Ocupó posteriormente importantes cargos en el gabinete porfirista como subsecretario de Justicia e Instrucción Pública y ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, entre los años 1901 y 1911.
Contando con la cartera de este ministerio puso en práctica hacia 1905 su anhelado proyecto: dar a la educación primaria el carácter de nacional, integral, laica y gratuita.
En lo político, supo ser amigo de Porfirio Díaz sin ser su adulador y Díaz lo respetó siempre como a un hombre superior.
Poesías, cuentos, novela, narraciones, discursos, doctrinas políticas y educativas, viajes, ensayos críticos, artículos periodísticos, epístolas, libros históricos y biográficos, forman el valioso legado que dejó Justo Sierra a las siguientes generaciones.
Justo Sierra Méndez falleció en Madrid, España, a la edad de 64 años, el 13 de septiembre de 1912.
Redacción 
Milenio.com  Lunes, 13 de Septiembre de 2010 http://www.milenio.com/node/528773

miércoles, 24 de marzo de 2010

Señores profesores y alumnos de la universidad:

Quisimos reproducir íntegras estas palabras, algunas de entre tantas otras, que alguna vez resonaron en el auditorio de nuestra Facultad. Mejor respuesta no encontramos al porqué del nombre de nuestro auditorio. Así, dirigiendo sus palabras en primera instancia al Presidente de la República, a los secretarios de Estado e invitados de honor, como lo dicta el protoclo de un acto solemne, simbólico; el rector de la Universidad se dirigió en seguida a los destinatarios de su discurso: "señores profesores y alumnos". Hace ya casi 48 años con estas

Palabras pronunciadas en la consagración del “Auditorio Justo Sierra”

Septiembre 22 de 1962


El hombre cuya memoria venimos a honrar hoy, a la distancia de cincuenta años de su muerte, el Maestro Justo Sierra, ilustre fundador de la Universidad Nacional, pronunció un día como hoy, el 22 de septiembre de 1910, las palabras rituales con que nació a la vida nuestra institución. Aún no se apagan los ecos de su discurso memorable, en que trazó la ruta que deberíamos seguir. Aún tienen validez los consejos y las admoniciones de aquel día. Asombra su clarividencia de conductor iluminado, que le hizo, a través de las incertidumbres del futuro, trazarnos certeramente el camino.


No intentaré hacer su panegírico. Otras voces lo han hecho ya, a nombre de la Universidad, en los distintos actos que hemos organizado para este cincuentenario luctuoso. Sólo quiero alzar la mía para decir la honda gratitud con que la Universidad Nacional consagra este auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras a la memoria del Maestro, cuyo nombre llevará en lo futuro.


Era una deuda, una vieja deuda de reconocimiento. Porque fue él quien fundó esta Facultad, allá en 1910, con el nombre de Escuela de Altos Estudios, para dar albergue a la pálida “figura de implorante”, la filosofía, que rondaba desde hacía medio siglo los claustros escolares. Él, que se declaraba partidario ferviente del positivismo comtiano como método de enseñanza, pero su adversario como doctrina filosófica; él, que fue un poseído de la ambición científica en toda disciplina del conocimiento, pero que le ponía límites a su alcance, porque advertía que la ciencia sólo sirve para navegar “por los litorales de lo conocido”; el Maestro que rindiendo culto a la razón, admitía que las ciencias en sí mismas, son una enseñanza filosófica, pero que defendía, al mismo tiempo, los fueros del espíritu, sintió la existencia de un vacío en la educación superior. Por eso hizo rematar la estructura universitaria en una escuela donde el pensamiento pudiera discurrir, fuera de los hechos tangibles, en la explicación de las grandes cuestiones filosóficas que apasionan o que angustian al hombre. El bronce que lleva su nombre y que va a descubrir dentro de un momento el Primer Magistrado de la Nación, servirá de constancia de esta inquietud espiritual.


Pero no es sólo por eso; no es sólo porque fundó esta Universidad y esta Facultad de Filosofía, por lo que venimos a clavar devotamente su nombre en nuestros muros. Es, sobre todo, porque queremos mantener perennemente encendida, frente a todo profesor, frente a todo estudiante de esta casa, igual que se enciende un faro, la virtud de su ejemplo, como una lección salvadora. Evocar sus cincuenta años de estudios, de lucha, de entrega apasionada a su misión. Recordar las dos grandes ambiciones que polarizaron su vida: ofrecer a México educación y justicia. Y los dos grandes impulsos que movieron su alma: el servicio de la patria y el de la humanidad. Y oír, sobre el trasfondo de su sensibilidad poética, en todo lo que dijo, en todo lo que hizo, el clamor angustiado por el destino de su país, como un grito que viene del fondo del pasado y que proyectado hacia delante, se vuelve un grito de esperanza.


Él fue quien nos legó el consejo, que queremos grabar indeleblemente en todos nosotros, de que una escuela se salva sólo cuando el trabajo diario, en vez de dura tarea, se trueca en emoción; él quien nos dijo que si hemos de educar, “precisa imantar de amor los caracteres” y es de él la tremenda admonición de que quien no sepa poner en la tarea educativa toda su alma, es decir, el entusiasmo, la fe, el amor; quien no ponga su espíritu entero en esa obra, “habrá hecho el mal más grave que puede hacerle a un organismo en plena evolución, acrecentar la corteza y atrofiar la médula”.


Todo eso es lo que queremos mantener siempre vivo en la conciencia universitaria. Que su mensaje y su ejemplo nos fortifiquen. Por fortuna, al cabo de cincuenta y dos años, la Universidad que él fundó sigue fiel a su destino; leal a sí misma, en superación científica sostenida, como él quería; leal a su pueblo, como él mandó, hermanando los dos grandes deberes que plasmó en su escudo: el amor de la ciencia y de la patria como fuentes de salud del pueblo.


Señores universitarios:


Las generaciones que rinden este homenaje, mañana habrán pasado, pero el bronce queda. Queremos que a su vista, mañana y en el futuro distante, todo universitario mexicano, a la pregunta de un viajero que inquiera sobre el Maestro, pueda responder con la frase lapidaria de Altamirano: “Su nombre para mí es ‘gloria’; para el mundo, Justo Sierra.”


-Ignacio Chávez-



Que no se olviden estas palabras. Ignacio Chávez (1897-1979) fue un prominente médico, científico y humanista. Graduado de medicina por la Universidad Nacional, realizó sus estudios de especialización en cardiología en París entre 1926 y 1927. En 1944 fundó el Instituto Nacional de Cardiología, primero en su tipo en el mundo. En 1961 ocupó el cargo de Rector de la Universidad Nacional. Se entregó a la misión de reformar la Universidad hasta que en 1966 renunció forzado por “los aullidos de los menos ante el silencio de los más”... silencio que, entre otros, indignó profundamente a personajes como José Gaos y Octavio Paz.

domingo, 21 de marzo de 2010

Los problemas nacionales, el gobierno y la asamblea

Realmente apoyaría a la administración del Justo-Che si ésta fuera la de las autoridades de la UNAM. Los pseudo revolucionarios no tienen credibilidad y la mayoría somos testigos del mal uso (lucrativo) que se hace actualmente del auditorio: ¡que regrese el auditorio de la Universidad para los universitarios!
-Amiga de FaceBook-

Es una verdadera lástima que la Asamblea de la Facultad de Filosofía y Letras (conocida entre algunos como “la asamblea de las piedras”) no tenga un órgano oficial de información y prensa. O si lo tiene es una lástima que no sea eficiente. La mencionada asamblea se viene reuniendo desde hace algunos meses los jueves; haciendo uso de un buen bafle y la electricidad de la Universidad, se encarga de informarnos en ciertos momentos de sus inquietudes alrededor de los problemas de la Universidad y de la Nación. Digo que es una desgracia que carezca de ese órgano informativo pues al ser la “Asamblea de la Facultad”, los miembros de ésta merecemos estar mejor informados acerca de sus resoluciones, argumentos y propuestas.

La semana pasada tuvimos la oportunidad de escuchar las interesantes disquisiciones que la Asamblea profería en torno a la últimamente muy difundida cuestión de “solicitar la renuncia” del presidente Felipe Calderón Hinojosa. Lamentablemente para mí y para muchos que tenemos una vida agitada es imposible quedarnos a escuchar qué resuelven nuestros “representantes” acerca de temas tan importantes.

Pedir la revocación del mandato a los presidentes en México es uno de esos principios incuestionables de los que debe partir todo “conocedor de las cuestiones sociales” en el universo de las conciencias políticamente correctas. Pero como miembros de la Universidad y sobretodo de su facultad de humanidades es nuestro deber cuestionar todos los principios, aunque sean tan evidentemente indiscutibles. Sólo como sano ejercicio intelectual (que no nos pese tanto esta palabra).

Así, me encontré con un artículo que apareció en 1874 en el diario La Tribuna (1), firmado por un tal Justo Sierra. El Sr. Sierra dice que: “casi todos los escritores incurren, en los países que se ha convenido en llamar latinos, en el error de hacer depender la felicidad y el porvenir de un pueblo de la acción de los gobernantes”. Nos dice que esta idea “no es racional ni democrática”.

¿Por qué? Sierra dice que la prueba la suministra la historia: en las viejas sociedades en las que el poder se concentraba en un solo individuo o grupo selecto, la voluntad del país ha ido filtrándose, si se quiere, “de manera lenta pero constante”, hasta irse aproximando al “ideal democrático”. Agrega que “no hay espectáculo ni ejemplo comparables al de la paulatina descomposición, de aquellos venerandos monumentos del ingenio y de la pasión de los hombres ávidos de dominio”.

Si nuestra sociedad a través de paulatinas transformaciones, que se celebran en este año de bicentenario, ha mudado de la monarquía a la democracia, es ilógica para Sierra la opinión de “fiarlo todo a la acción administrativa”.

En las democracias el único soberano es el individuo; sus derechos están fuera de la acción de las mayorías y de la ley misma. La idea del pacto social, resultado del mutuo sacrificio de la libertad, es errónea. El individuo no puede sacrificar un solo ápice de su libertad; el gobierno depositario de una suma de libertades sacrificadas, es un fósil de la antigua filosofía política… La libertad, decimos ahora, es un derecho, es el derecho por excelencia; todo derecho tiene un deber correlativo, este deber es el respeto al derecho ajeno, a la libertad de los otros… El gobierno, conforme a este contrato federal, es el encargado de velar por el respeto al derecho de los demás.

Así intenta mostrar Sierra lo ilógico de la opinión de que la felicidad del pueblo depende, si no exclusivamente, sí en mayor parte de la acción de la administración pública. Pues en el ideal democrático, la libertad de la sociedad descansa en la libertad del individuo. Y la libertad del individuo es su potencial capacidad de cambiar su modo de vida sin que terceros se lo impidan.

Se comprende, pues, cómo teniendo expedita toda su esfera de acción el individuo, cómo pudiendo asociar su fuerza con un número indefinido de otras, esta idea de clamar contra un gobierno que no hace nuestra felicidad, es exótica y sin significado propio en el idioma político de los pueblos libres.

¿Estamos diciendo con esto, junto con Justo Sierra, que no tiene razón de ser ningún reclamo en contra de cualquier autoridad de gobierno? No. Sierra dice que negar que el gobierno tenga una influencia directa en la actividad de la sociedad es caer en el absurdo opuesto de la opinión que está criticando. Pues sería suponer la práctica absoluta de principios absolutos.

El gobierno debe “fomentar la iniciativa individual, prepararla por medio de la instrucción pública”; no sólo educar sino también “empujar” la empresa “colonizadora” (recordemos que está escribiendo en 1874): es decir, dar impulso a la economía nacional. ¿Cómo? Por medio de una legislación adecuada y una eficiente ejecución de la ley. Dice Sierra que se suele echar toda la culpa al ejecutivo por ser éste “el cajero de la nación”. Sus deberes como cajero son conservar por medio “del orden, de la moralidad y del talento” el equilibrio entre lo que sale y entra de la caja. También aumentar los ingresos, “pero participa de ello la sociedad entera, porque cada uno de nosotros somos un rey; precisamente para que no hubiera uno solo, no está encargado el Presidente de la República de pensar y hacer todo por los ciudadanos”.

Por supuesto que no se trata de soslayar el hecho, intuido por los suspicaces y experimentado por los justamente convencidos opositores, de que no todos los ciudadanos tienen efectivamente el camino libre para ejercer su libertad. Sin embargo, para aquellos que no la tenemos acotada sino que incluso nos ha sido dada una herramienta invaluable para la transformación de nuestras condiciones particulares de vida y de la sociedad, para aquellos, para nosotros, es entonces un deber no hacer de esa herramienta un juguete. La herramienta es la educación universitaria. Y hacemos de ella un juguete cuando salimos a plantear absurdos por medio de megáfonos, utilizando además los recursos que le cuestan a la Universidad.

Refiriéndose a un artículo que alguien publicó en el diario Trait d’Union, en el que el autor se imaginaba qué le habría dicho una sibila al entonces presidente Lerdo, Sierra agrega que no estaría de más que la sibila se dirigiera también al pueblo y le dijese: “…para llegar a ser medianamente ricos, necesitamos esfuerzos sobrehumanos… pero pronto, porque el mundo marcha aprisa; pronto, no nos fiemos en lo que pueda hacer el gobierno; un gobierno solo nunca ha podido hacer nada: cada uno de nosotros comprenda su deber y hágalo…”.

Y concluye el Maestro con una frase de Benjamín Franklin: “Si alguno te dice que puedes enriquecerte de otro modo que por el trabajo y la economía, huye de él, porque es un envenenador”. ¿Podríamos aplicar la misma sentencia a quienes pretenden distraer a los universitarios de su trabajo proponiendo fantasiosas medidas que parecen presumir son la solución rápida a los problemas de México?

Sí, no hay justicia absoluta en México, pero como universitarios tenemos que comprender cuál es nuestro deber, y dejar de jugar. Quizás mis recriminaciones son infundadas, pero se aclararían o serían refutadas si las personas que se dedican a esto pusieran más diligencia en comunicar a los demás el resultado de su esfuerzo. Así podríamos juzgarlo como corresponde.

1. "Los problemas nacionales y el gobierno", La Tribuna, México, 30 de enero de 1874. Reproducido en el tomo IV de las Obras completas de Justo Sierra, pp. 56-59.

martes, 2 de marzo de 2010

Don Justo en Gaceta UNAM 2010

Con motivo de los festejos por los 100 años de la Universidad Nacional, Gaceta UNAM publica cada lunes un breve recorrido por las etapas de la historia de nuestra Institución. En esta ocasión, la cuarta entrega le corresponde a nuestro personaje: don Justo Sierra.

Ya con anterioridad nos habíamos impuesto la tarea de hablar algo acerca del fundador de la Universidad Nacional, por obvias razones. Ya lo habíamos descuidado un poco. Podemos tomar ahora este texto de María de Lourdes Alvarado como punto de partida para seguir hablando de don Justo. Lo reproducimos a continuación:

Justo Sierra, en la vanguardia de una idea con mucho futuro

Presentó ante la Cámara de Diputados, en los inicios de 1881, un proyecto de creación.

El hecho de que la Universidad Nacional de México haya sido inaugurada en medio de las festividades conmemorativas del primer centenario de la independencia nacional ha propiciado que este acto haya sido visto como un proyecto improvisado, producto exclusivo de la coyuntura política y, quizás, del interés oficial por lograr la aprobación de sus compatriotas, así como de la comunidad internacional, tan cara, como sabemos, para el gobierno de Porfirio Díaz.


Escuela de niñas. Foto: IISUE/AHUNAM/Fondo Ezequiel A. Chávez, doc. 306.

Sin embargo, contra lo que una mirada superficial pudiera percibir, el proyecto universitario de Justo Sierra no fue un planteamiento coyuntural; para 1910 contaba con un largo historial, que se remonta a la década de los 70 del siglo XIX. Durante el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada y motivado por el movimiento estudiantil conocido como “La Universidad Libre”,(1) por medio del cual los alumnos de las escuelas nacionales intentaron expresar su creciente deseo de emancipar la ciencia de las “garras del Estado” o, dicho de otro modo, de redefinir la relación entre educación superior y gobierno, se hicieron las primeras declaraciones de que tenemos noticia en ese sentido. Justo Sierra, entonces conocido por su incipiente labor periodística, tomó la pluma para abogar en favor de la libertad de enseñanza, de instrucción y profesional. A su juicio, el sistema educativo debía tener como base la difusión obligatoria de la enseñanza primaria, y como coronamiento “la elevación constante de la enseñanza superior por la libertad”. Confiaba en que, desembarazado el Estado de su papel de educador mediante la abolición del internado, en poco tiempo estaría capacitado para crear un sistema de enseñanza superior digno del porvenir; mejor aún, podría independizar la enseñanza superior mediante la creación de universidades libres subvencionadas por el Estado. El novel escritor ponía como ejemplo el caso de Alemania, donde se gozaba de plena libertad científica, gracias a lo cual, la cátedra estaba abierta a todas las ideas, las opiniones e, incluso, hasta a los “caprichos de los hombres”, como él decía.(2) De esta forma, opinaba, el Estado jamás se atrevería a tocar “los sacrosantos fueros de la iglesia inmortal del pensamiento que se llama universidad”.


El joven Justo Sierra. Foto: IISUE/AHUNAM/Fondo Colección Justo Sierra Méndez, doc. 2.

Pocos meses después, el futuro secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes retomaría el tema, ratificando la “incompetencia” del Estado en materias de ciencia y de religión, motivo por el cual, su misión, en lo que a instrucción pública se refería, debería concretarse a subvencionarla. Una universidad libre, insistía, habría de gobernarse exclusivamente por hombres de ciencia y por pedagogos.

Es claro, por tanto, que ya desde entonces estaban presentes algunos de los elementos vertebrales de su proyecto universitario. La aceptación de la universidad como solución institucional al problema de la educación superior; la obligación gubernamental de solventar la instrucción pública en todos sus niveles; la autonomía académica como condición básica del progreso intelectual y material de los pueblos, y la pluralidad ideológica dentro de las aulas, en las que deberían tener cabida todas las modalidades del pensamiento.

A partir de entonces se sucedieron uno tras otro los foros en los que Justo Sierra expresó y repasó sus consignas. Uno de los textos más significativos fue, sin duda, su proyecto de creación de una Universidad Nacional, presentado ante la Cámara de Diputados en los inicios de 1881.(3) En él indicaba ya que la institución estaría conformada por las escuelas Nacional Preparatoria, Secundaria para Señoritas, Bellas Artes, Comercio y Ciencias Políticas, Jurisprudencia, Ingenieros y Medicina, además de dos planteles innovadores, una Escuela Normal y una Escuela de Altos Estudios. Seguramente motivado por la reciente intromisión gubernamental en la elección del texto de lógica oficial para la Escuela Preparatoria, fundamental para el programa de estudios positivista, el maestro de historia y diputado federal concluía que “el tiempo de crear la autonomía de la enseñanza pública había llegado”.(4)

Justo Sierra, secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes. Foto: IISUE/AHUNAM/Fondo Colección Justo Sierra Méndez, s/n.


Discurso inaugural, 13 de septiembre de 1902

Particularmente importante fue el discurso inaugural del Consejo Superior de Educación Pública pronunciado por Justo Sierra el 13 de septiembre de 1902, el cual fungiría como su plan de acción, tanto en el cargo de subsecretario de Instrucción Pública, como en el de ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes que ocupó a partir de 1905. Aunque el “Plan de la escuela mexicana”, como acertadamente se ha denominado a esta pieza oratoria(5) abarcaba múltiples aspectos, sus objetivos fundamentales se concretaban a dos puntos básicos: transformar la educación primaria de simplemente instructiva en esencialmente educativa y organizar los estudios superiores mediante la creación de “un cuerpo docente y elaborador de ciencia a la vez, que se llamase Universidad Nacional”. Esta última, expresaba, serviría de “remate y corona al vasto organismo docente que sostiene el Estado”.(6)

Como ya se mencionó, en los años subsecuentes, Sierra continuó el plan trazado en 1902 y prefigurado tiempo atrás. Fueron varios los factores que impidieron la creación inmediata de la universidad, mas si confiamos en las propias palabras del funcionario, uno de los obstáculos de mayor peso fue la necesidad de, previamente a la fundación de una Universidad Nacional, encauzar y consolidar la enseñanza elemental. Sin embargo, aunque inconfesos, los motivos políticos debieron ocupar un lugar nada despreciable.

Así, tras un largo proceso, el viejo proyecto universitario se hizo realidad en septiembre de 1910; a partir de entonces, México contaría con una institución de estudios superiores con carácter nacional, eminentemente laica y abierta a todas las corrientes del pensamiento, tal y como 35 años atrás la imaginara Justo Sierra.

La Cámara de Diputados tenía su sede en el edificio de la Escuela Nacional de Ingenieros. Foto: IISUE/AHUNAM/Colección Universidad, doc. 2679.

(1) El movimiento estudiantil “La Universidad Libre”, considerado por Ma. del Carmen Ruiz Castañeda como el primer conflicto estudiantil digno de meditación, se desarrolló
en la Ciudad de México del 21 de abril al 8 de mayo de 1875. Sobre el tema, Ma. del Carmen Ruiz Castañeda, La Universidad Libre (1875), antecedente de la Universidad
Autónoma, 2ª. Edición, México, 1979. (Deslinde, 110); Ma. de Lourdes Alvarado, “Las fracturas del sistema”, en La polémica en torno a la idea de universidad en el siglo
XIX, México, CESU, UNAM, 1994, pp. 70-82; Ma. de Lourdes Alvarado, “La Universidad Libre: primer movimiento estudiantil del México independiente (1875)”, en Renate
Marsiske (Coordinadora), Movimientos estudiantiles en la historia de América Latina, vol. I, México, UNAM, 1999.
(2) Justo Sierra, “Libertad de instrucción”, El Federalista, México, 30 de abril, 1875.
(3) Inicialmente, la propuesta fue publicada por El Centinela Español del 10 de febrero de 1881; un día después fue reproducido por La Libertad y el 17 del mismo mes por La
República. Finalmente, suscrito por las diputaciones de Aguascalientes, Veracruz y Jalisco fue presentado para su aprobación a la Cámara, aunque, como el mismo Sierra
aceptara posteriormente, sin el menor éxito.
(4) Justo Sierra, “La Universidad Nacional Proyecto de Creación”, Obras Completas VIII. La educación nacional, México, UNAM, 1977, p.65.
(5) “Discurso pronunciado por el Subsecretario de Instrucción Pública, Justo Sierra, el día 13 de septiembre del año de 1902, con motivo de la inauguración del Consejo Superior
de Educación Pública”, El Imparcial, México, 14 de septiembre, 1902; “Plan de la Escuela Mexicana. Discurso en la apertura del Consejo Superior de Educación Pública,
el 13 de septiembre, 1902”, Obras Completas V. Discursos, México, UNAM, 1977, pp.293-323.
(6) Sierra, “Plan de la Escuela Mexicana. Discurso en la apertura del Consejo Superior de Educación Pública, el 13 de septiembre, 1902”, Obras Completas V. Discursos,
op. cit., p. 320.


MA. DE LOURDES ALVARADO
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES
SOBRE LA UNIVERSIDAD Y LA EDUCACIÓN


domingo, 13 de septiembre de 2009

El profesor de Historia y su mejor lección

Hoy 13 de septiembre de 2009 se cumplen 97 años del fallecimiento de Don Justo Sierra. También en este noveno mes, hace nueve días, lamentamos nueve años de ocupación del auditorio en cuyo nombre se pretendía mantener viva la memoria del maestro entre las nuevas generaciones de universitarios. Dentro de 9 días se cumplirán 99 años de la inauguración de la Universidad Nacional; proyecto magno de Don Justo.

Hoy, como en otros momentos hay quienes bajo un falso discurso libertario intentan destruir la Universidad. Estuvieron cerca hace nueve años, con más de nueve meses de paro. Quizás algunos tengan buenas intenciones, esto no los exime de la culpabilidad que tuvieran en el asunto, de la ceguera y falta de autocrítica. No los exime, al menos, de la culpa de ser malos estudiantes; de no saber historia: intentan sustituir la memoria del humanista por la del guerrillero, la del hombre a quien en gran medida se debe la existencia de la Universidad Nacional por la de la célebre fotografía de Korda. Un hombre por una foto.

Cuando comenzé a hablarles de Don Justo lo hice aludiendo a un acontecimiento lamentable. Creo que se entiende por qué elegí este momento de la vida de Justo Sierra. En el contexto que vivimos actualmente es más que elocuente el episodio, en el que se intentó manchar la honra del profesor; en el que el profesor no lo permitió, dando en sus palabras, su mejor lección de historia:


Un periódico católico que se ha señalado en los días últimos por las infames calumnias lanzadas contra mí, con el piadoso objeto de designarme a la multitud delirante, ha asegurado que los alumnos de la Escuela Preparatoria trataban, por su conducta para conmigo, de hacerme renunciar a mi cátedra de historia.

Me repugna profundamente pensar que jóvenes que aspiran a llamarse ilustrados y devotos de la razón y la ciencia, obedeciendo a extraños e interesados consejos que conozco, y que el tiempo descubrirá para honra mía, traten de juzgar y condenar a un hombre, sin haber solicitado de él una explicación siquiera.

Pero si es cierto lo que el procaz diario a que aludo a asegurado, mi conducta es sencilla y clara como el día. Como profesor de historia jamás he enseñado a mis jóvenes discípulos sino el culto a la verdad, la superioridad de la razón sobre las pasiones, el triste papel que en los anales humanos desempeñan quienes carecen de la firmeza de alma bastante para oponerse fría y serenamente a los que, más ignorantes que ellos, suplen con el grito, la vociferación y la frase hueca, la ausencia de la razón y de la justicia. De mi enseñanza han sacado estos frutos y el amor reflexivo y profundo de la patria. Y ya que a través del profesor se busca y se hiere la independencia del funcionario que, sin retroceder una línea ante el sacrificio de la popularidad y las amenazas de la multitud inconsciente, cumple con su deber, declaro que me consideraría indigno de pertenecer al profesorado mexicano si cediera un solo punto ante una presión inmoral y violenta que pretendiese hollar los fueros de mi mandato político y de mi libre conciencia. Muy lisonjero ha sido y sería para mí el cariño de los alumnos de la Escuela Preparatoria; pero hay algo que tengo en mucho más: la estimación de mí mismo. Si me destinan a tener el amargo placer de enseñarles cómo sabe un hombre cumplir con lo que ha creído su obligación, a enseñarles cómo se respeta el derecho ajeno, cómo se agiganta el más humilde ciudadano cuando representa la libertad del pensamiento, cuando encarna la inviolabilidad de la convicción política, cuando personifica la resistencia a la tiranía tumultuosa de la multitud, más abominable que todas las otras juntas, yo les enseñaré todo eso. Podré ser vencido en la lucha, mas conmigo quedará vencida la noble y santa enseñanza de la Escuela. Los mismos que hoy me atacan, volviendo a sus sentimientos naturales, me harán justicia; esta habrá sido mi mejor lección de historia.

Justo Sierra, La libertad, México. 22 de noviembre de 1884.

Obras completas, T. VIII, p. 150-151.



El último retrato de Justo Sierra. En palabras de Alfonso Reyes: "... nos lo presenta como era: un gigante blanco. De corpulencia monumental, de rasgos tallados para el mármol, su enorme bondad hacía pensar a Jesús Ureta en aquellos elefantes a quienes los padres, en la India, confían el cuidado de los niños..."

domingo, 30 de agosto de 2009

El Maestro Sierra

En esta ocasión les presento una semblanza del Maestro, escrita por Luis Lara Pardo y que apareció en el libro Homenaje a don Justo Sierra (Secretaría de Educación Pública, 1962); y originalmente en la Revista de Revistas (1948).

Luis Lara recuerda el incidente de los jóvenes rebeldes en contra del maestro. Nos deja ver cómo el maestro no lo era sólo de historia, sino también de virtud y honor por medio del ejemplo. Es más fácil para algunos venerar la figura (pues en ocasiones es con lo único que se cuenta de ellos, una imagen, una fotografía) de quien toma el fusil y se refugia en la selva; parece no ser tan atractiva la del maestro que además de educar en las aulas se desnudaba en las columnas de los diarios, nunca desde la clandestinidad sino siempre ante los ojos de la nación, que exponía con valor y respeto a la (hoy en día devaluada) más alta tribuna de la nación, ante el Congreso, sus ideas y proyectos.

Nos recuerda su lealtad, valor ya en desuso en estos tiempos. Cuando hay quienes olvidan que formar parte de la Universidad es un compromiso, cuando hay quienes piensan que el gobierno debe darles, sin entregar nada a cambio... salvo quizás dentelladas. Y nos habla además, desde el lejano 1948, del peligro que correría la Universidad cada vez que fuera tomada como rehén de luchas políticas, ajenas a su misión fundamental. Misión que puede resumirse en estas palabras del Maestro: "En el amor de la ciencia y de la patria está la salud del pueblo". Así pues, Luis Lara Pardo nos cuenta:


Cómo Conocí al Maestro


En aquellos días, ya remotísimos, de mis primeros pasos por la Escuela Preparatoria, Justo Sierra no era todavía el maestro amado y venerado por la juventud mexicana. Comenzaba, sí, su ascensión. Era profesor de historia, por derecho propio, en el Alma Mater de las generaciones profesionales futuras.


Políticamente era diputado, primer peldaño de su carrera. Era literalmente conocido en el cenáculo que rodeaba al maestro Ignacio Altamirano. Los muchachos preparatorianos lo conocíamos principalmente como cantor romántico de la “Playera”.


Dábanse entonces algunos pasos para hacer avanzar los sistemas educativos.


Reuníase una asamblea de educadores que discutían asuntos pedagógicos, y como las sesiones eran públicas, allá íbamos los estudiantes en masa a escuchar buenos augurios para la educación obligatoria laica y gratuita, por la cual luchaban los liberales de aquel tiempo. Entre sus filas, Justo Sierra era uno de los más firmes. Ponía en la lucha su grande inteligencia, su dignidad, su voz robusta y admirablemente matizada, su elocuencia, hacían de él un orador magnífico.


Allí íbamos los muchachos preparatorianos, a oírlo en cada oportunidad que se nos presentaba.


Vino un leve eclipse. La turba estudiantil, alborotadora como siempre, se agitó muchísimo. Turbó las postrimerías de la presidencia del general González. Hubo públicas demostraciones contra la moneda del níquel, emitida en demasía, y entre los estudiantes, más que todo, por el reconocimiento de la “deuda inglesa”, que el Gobierno proponía. Para hacer efectiva una disciplina enérgica en la Escuela Preparatoria que se decía el semillero de la agitación, el Gobierno pidió su renuncia al director, el sabio naturalista don Alfonso Herrera, y nombró en su lugar al licenciado Vidal Castañeda y Nájera, ajeno a la enseñanza, extraño al profesorado, miembro de la corte, militar de Justicia y con grado de coronel del Ejército. Para los estudiantes aquello era el colmo de la humillación.


Vuelto a la presidencia el general Díaz, que no había visto con malos ojos la agitación antigobiernista de la deuda inglesa, apoyándose en razones de política internacional, la turba estudiantil volvió a agitarse. Justo Sierra, ya respetadísimo, pronunció en la Cámara un elocuente discurso a favor del reconocimiento. A los ojos estudiantiles era una defección. Había en la Preparatoria intenso movimiento, se declaraba una huelga contra el nuevo director, y algunos profesores la apoyaban indirectamente.


Un día, en las puertas del Colegio Grande, los preparatorianos vimos un anuncio que decía: “Hoy viene Justo Sierra; ¡zapotes, muchachos!” Fue la señal de una manifestación de la cuál tuvimos que avergonzarnos después. Cuando el maestro llegó, una multitud de alumnos llenaba la entrada y el portal del piso bajo que conducía a la gran escalera donde estaba el lema: “Amor, orden y progreso”, y otro: “Saber para prever, prever para obrar.”


Pasó el maestro y lo acogió una lluvia de proyectiles; zapotes que al chocar vaciaban su negro contenido. Él pasó imperturbable, subió la escalera sin siquiera volver el rostro; pálido de emoción, pero digno y solemne. Los prefectos disolvieron a la multitud de estudiantes a quienes se habían unido los de las escuelas profesionales vecinas, Jurisprudencia y Medicina, y no hubo más incidentes. Terminada la huelga, el maestro Sierra volvió a su cátedra. Nunca hizo alusión al incidente. Más tarde, le oí explicar el porqué de su apoyo a la iniciativa y su profesión de fe de porfirismo, al cual fue leal hasta el punto de seguir en su descenso al régimen, derribado por la Revolución: “Mi apoyo al gobierno se funda en las promesas que ha hecho de fomentar, perfeccionar, impulsar vivamente la educación pública, porque la educación salvará al país.”


No tardaron en olvidarse aquellos incidentes, y la aureola de maestro se fue avivando en torno de esa figura espléndida de la intelectualidad mexicana. Su cátedra, siempre oral, era en la Preparatoria una de las pocas que podían seguirse con placer y al mismo tiempo con provecho.


Eran conferencias, eran discursos elocuentes, en un estilo puro y vigoroso. Es una lástima y un motivo de sonrojo para todos los discípulos de aquel tiempo que nadie haya pensado en recogerlas taquigráficamente y reunirlas en volúmenes que habrían sido un texto nutrido y preñado de riquezas.


En política, el maestro Sierra se afilió desde sus principios al grupo llamado Científico, del cual fue uno de los portavoces más elocuentes en el Congreso y uno de los valores legítimos y más brillantes.


Así, cuando de la Secretaría de Justicia e Instrucción Pública salió el licenciado Joaquín Baranda, acusado de ambicionar la sucesión del General Díaz, y de no haber guardado discretamente sus ambiciones, resolvió el gobierno dividir en dos la esfera de acción de esa Secretaría y crear la Subsecretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes. El maestro, cuyos esfuerzos a favor de la educación pública le habían dado ya fama bien merecida, fue llamado a ocupar ese nuevo departamento.


Sus amigos le ofrecimos entonces una comida que se efectuó en salón del entresuelo del restaurante “Maison Dorée”, situado en lo que hoy es avenida Madero y entonces uno de los centros gastronómicos preferidos. En aquella ocasión, el maestro habló de sus propósitos, de sus anhelos.


No se le ocultaba que, afiliado a un grupo político que había despertado ya recelos, encontraría oposiciones; le saldrían al encuentro censuras y ataques. José Ferrel había publicado ya un artículo envenenado, “La Prostitución del Bronce”, denigrante para el progenitor del maestro.


En una conversación marcada por el tono de confianza, dijo: “Podrán acusarme de todo, menos de dos cosas: que no sea honrado o que sea tonto.”


Y efectivamente, en el seno mismo de aquel grupo científico de donde salieron grandes fortunas, se conservó siempre pobre, y sus recursos podían contarse y habrían resistido el más severo escrutinio.


De allí paso a ser Secretario, ya sin estar sujeto a otro ministro. Después de haber concurrido a su fecunda cátedra, no perdí contacto con él.


Solía encontrarlo en casa de su tío, don Pedro G. Méndez, hombre rico, cultísimo, generoso, de quien era yo lector y que me dio el único apoyo pecuniario que recibí en mi carrera.


Más tarde, fuimos vecinos. Habitaba en la calle de Londres, una casa, un palacete propiedad del licenciado Emilio Rabasa. No tenía coche. Todavía no se acostumbraba que el gobierno pusiera a la disposición de sus Ministros automóvil, chófer y gasolina. Solía yo encontrarme con él en el tranvía donde muchas veces se dirigía a su ministerio. En uno de esos viajes me confió su proyecto supremo: la creación, o mejor dicho, el restablecimiento de la Universidad, que fue la primera de América y llevaba muchos años de suprimida. Era no sólo su ensueño, sino su decisión; decisión vigorosa, tan enérgica, que sorprendía a quienes, ante la bondad inagotable, la generosidad espléndida del maestro, lo creían débil, y no sabían de qué esfuerzos sería capaz para el progreso intelectual de la patria.


- En cuanto haya realizado este proyecto, inmediatamente me retiraré del ministerio – me dijo con firmeza.


Así lo creí. No me tocó en suerte ver la resurrección de la Universidad con la halagüeña perspectiva de agrupar los altos estudios, las escuelas profesionales, y recibir amplio subsidio de un gobierno que empezaba a preocuparse formalmente de los problemas educativos de México.


La Universidad se volvió a abrir, y es el monumento más elocuente levantado a la memoria del maestro; más duradero, más luminoso, que todas las estatuas erigidas en honor suyo y que todos los homenajes posibles.


Se abrió la Universidad. Quizá no siga la trayectoria que el ilustre maestro quiso trazarle. En los días críticos, cuando se agitan las aulas por motivos no relacionados con la enseñanza universitaria, el maestro, si viviera, se sentiría hondamente contristado y diría: “No es lo que quise hacer.”


Restablecida la casa máxima de estudios, el maestro no se retiró del Ministerio. Era también político y la política suele tener exigencias absurdas. Sentía ya que la nave gubernamental amenazaba perderse, y no quiso salvarse él solo. Fiel a su filiación política, quedó en su puesto hasta el fin. Y como era una excepción en el medio político en que había actuado y todos los intelectuales de la Revolución lo reconocían por maestro, toda sabiduría y bondad y amor a México y a la juventud, fue el único de los “científicos” a quien no alcanzaron los denuestos y los ultrajes, y fue enviado como emisario de la cultura mexicana a la corte de España, donde sus ojos se cerraron para siempre.


Luis Lara Pardo

Revista de revistas, febrero 1º de 1948.

domingo, 9 de agosto de 2009

Conversaciones (III)


El domingo pasado compartía con ustedes, los amables lectores de este blog, la segunda Conversación del joven Justo. Continuemos con el sueño del colegial, nos quedamos en que:

...Todos eran esclavos, y el amo de todo el mundo llevaba tres coronas.

Un hombre nació en las regiones germánicas, y con el trabajo de sus manos inmortalizó el pensamiento sobre la tierra.

Entonces la primera luz apareció en el horizonte.

Un siglo después, los hijos de aquel hombre dijeron: la conciencia es libre en nombre del mártir de la razón, y tembló el trono de las siete colinas.

Estremecióse el mundo como con los dolores del parto... y el alba brilló por el lado del norte.

Entonces un piloto cruzaba los mares, y descubría por el camino que la naturaleza ha marcado a la luz, un mundo ignorado, durmiendo sobre el océano, y reclinando su frente en la almohada glacial del polo.

Y se produjo un movimiento de admiración, y en aquel instante la luz se proyectaba por doquiera...

En vano quisieron apagarla con sangre, y el brillo de las hogueras compitió con el fulgor de lo alto.

Los hijos de Dios vislumbraron el país natal desde el sendero del extranjero, y el tibio aliento de la esperanza refrigeró su alma.

La soberana voz de la inteligencia resonó en todos los ámbitos, y el hacha del verdugo comenzó a embotarse, y los bosques empezaban a negar la leña para la hoguera.

La voz divina recorría el espacio, desde el humilde hogar del pueblo hasta los palacios de los nobles convertidos en templos de Príapo...

Los hijos de la palabra santa sacudían sus cadenas del otro lado del mar, y asentaban en la virgen del mundo la emancipación de los pueblos.

Los desheredados miraban atónitos aquel prodigio, y volvieron la vista hacia sus señores y compararon.

Un rugido como el de todos los leones del desierto, retumbó bajo la tierra y los tronos cayeron, y la fuerza sirvió a la idea, y era aquel como el correr de un torrente retenido por los siglos. Los hijos de Dios vistieron de gala y entraron al país natal...

Una voz de lo alto dijo Fiat lux, como en el primer día de la creación...

Y el disco del sol apareció como una coma de oro sobre el horizonte.

Y comenzó la décimanona centuria.

El reino de Dios se acercaba, y los tigrillos de la opresión se arrojaron a la lucha...

Pero el sol surgía lentamente, y hundíanse lentamente el fanatismo y la tiranía...

En vano agotó su saña la iniquidad y los pueblos cejaron alguna vez en la lucha... Las huellas del sicario imprimieron zonas rojas en todas direcciones: desde el Vístula hasta la verde Erin, desde los Alpes a la Sierra Madre.

Y los gemidos del proscrito y el estertor de la agonía poblaban de dolor los cielos.

En vano. El sol surgía, y surgían con él las flores del surco de sangre, y del dolor de los desheredados un canto de victoria...

Y cuando estaba próximo el faro del día a mostrar toda su esfera, habló la voz de lo alto y dijo: "Vivid, porque sois dignos, y porque con vuestro trabajo habéis destruído la ignorancia y la maldad; vivid y trabajad sobre la tierra a quien habéis arrancado sus secretos. Vivid y sed libres, y dominad vuestra mansión, porque la habéis conquistado y habéis fundado sobre ella el altar imperecedero de la razón que es mi altar"...

Y el sol ilumnió los espacios, y la décimanona centuria cayó como una gota de agua en la clepsidra de los tiempos.

Y el primer destello del día iluminó en la conciencia del género humano la palabra eterna: Libertad.
*


Justo Sierra, Obras Completas, T. II p. 73 - 76.

domingo, 2 de agosto de 2009

Conversaciones (II)

Publicada el 12 de abril de 1868 en El Monitor Republicano, el joven Justo dedica su segunda conversación dominguera a dos asuntos: un sueño de colegial y una velada literaria en casa del señor Schiafino donde participaron, entre otros, Guillermo Prieto, Ignacio Altamirano y Manuel Payno. A continuación el joven Justo nos comparte lo primero:


... Escribílo en ese tiempo de la elaboración penosa de las ideas en el cerebro del joven, cuyas miradas después de registrar el pasado, quisieron magnetizar el porvenir.


*

En el primer día de la semana, muy de mañana, íbamos al sepulcro llevando aromas.

El cielo estaba negro, y nuestros ojos no penetraban la oscuridad de los bosques, ni las tinieblas de los mares.

Ibamos como proscritos por la era del extranjero, cubierta la cabeza con nuestros paños de luto y envuelto el corazón como en una mortaja fría.

Oímos una gran voz como el sonido de una trompeta, sobrecogiónos el pavor, y nos prosternamos.

He aquí que la voz habló alto y dijo: "Ved."

Y el porvenir se iluminó para nosotros.

Vimos una sábana de sangre extenderse sobre cuatro centurias, y los hijos de Dios no tenían abrigo entre los hombres, y sólo podían llorar juntos en las entrañas de la tierra.

Mancebos coronados reposaban en sus lechos de adulterio, y dormían sobre el seno de sus madres y de sus hermanas... y el rayo del Señor no los consumía, y apuraban en las saturnales la copa de las abominaciones.

Uno de aquellos hombres tomó la cruz, y fué rey y dividió el imperio entre sus hijos.

Los escribas y los fariseos y los príncipes de los sacerdotes, se agruparon en torno de él, y vistieron de púrpura, y el oro y los diamantes rodearon sus cabellos.

Quisieron ser reyes entre los reyes, y se amancebaron con la prostituta, y ocuparon ebrios su lecho de siete colinas.

Y los hijos de Dios huyeron hacia donde se oía un extraño rumor.

Aquel rumor era como el de una gran tempestad sobre las aguas. Y el rumor se trocó en tumulto, y se desbordaron con ímpetu inmenso el Eufrates, el Ister y el Rin.

Arrojaron enormes multitudes de hombres que arrasaron las ciudades y desolaron las provincias.

Bañáronse en el Tíber los corceles del desierto, y los jinetes pasáronlo todo al filo de la espada.

Convirtieron en taberna el Capitolio, donde habían muerto los gansos sagrados.

Y cernióse la desolación sobre la tierra, y los cuervos poblaron por muchos años el espacio de los cielos.

Los hijos de Dios tendieron los brazos y clamaron misericordia.

Y las naciones comenzaron a brotar, como las plantas, del cieno de las campiñas.

Y vinieron siglos vestidos de hierro y de opresión y de codicia y de sangre.

Grande oscuridad reinaba sobre la tierra, y eran las edades como una noche perpetua.

La voz que salía de las siete colinas, reinaba por doquiera. Los magnates la obedecían, y ella santificaba la rapiña y la matanza y el adulterio de los magnates.

Señalaban con la cruz sus blasfemias, y con los vasos del altar se embriagaban sus concubinas.

Y ¡ay de aquel que se oponía a la voz del anciano ambicioso!: los pueblos se convertían en ejecutores de la cólera divina.

Los desheredados no tenían ni padres, ni esposa, ni hijos... Los ríos llevaban al mar olas de lágrimas, y los montes repetían un sollozo constante...

Todos eran esclavos, y el amo de todo el mundo llevaba tres coronas.


Justo Sierra, Obras Completas, T. II p. 73 y ss.

Continuará el próximo domingo.

domingo, 26 de julio de 2009

Conversaciones del domingo

Conversaciones del domingo fue el título de una colaboración semanal de Justo Sierra al periódico El Monitor Republicano (México 1846-1890). En ese entonces la fama de Sierra provenía de sus dotes poéticas; el joven, que entonces contaba con apenas veinte años de edad vio aparecer sus Conversaciones en el folletín que le confió el periódico del 5 de abril al 20 de septiembre de 1848.


Se preguntará el lector de este blog a qué viene el fervor por Don Justo últimamente (aparte del hecho obvio de ser "Justo Sierra" el nombre del auditorio por cuya recuperación claman los autores de este sitio). Pues bien, desde un punto de vista personal, y por ello parcial y quizás de cuestionable objetividad; podría aducir razones por las cuáles me parece que la figura de Justo Sierra encarna de mejor manera el carácter; que misión es de los universitarios conformar, mantener y portar honorablemente; de una de las facultades de estudios humanísticos más importantes de latinoamérica. Y no sólo de la Faculta de Filosofía y Letras sino de la Universidad misma como proyecto nacional de progreso científico y cultivo del humanismo. Pero en lugar de perderme en laberínticas argumentaciones, que lo serían no por la naturaleza de la cuestión sino por mi incapacidad actual por presentarla de mejor manera, prefiero dejar un espacio en este sitio de la red para la lectura de algunos fragmento de la obra del célebre Maestro.


No se trata de hacer proselitismo web para cambiar la denominación popular que ha adquirido el viejo "Auditorio de Humanidades". No se trata de una polémica reductible de manera simplista a la oposición entre la jueventud rebelde y la autoridad conservadora. Yo simplemente quiero difundir lo poco que he aprendido estudiando en los últimos días la vida y la obra de Don Justo. Quizás cada uno de los grandes ejemplos del pasado constituyan un guía, una luz, en el turbulento futuro que espera a las universidades como la nuestra. Así pues, a continuación les presentaré un breve fragmento de la primera de las Conversaciones del joven Justo, simplemente para que, si no habían tenido ya el placer, le vayan conociendo.


Tenéisme
aquí a vuestras órdenes casi a la puerta de este extraño edificio que se llama un periódico. Allá arriba discuten y enseñan los hombres serios. Aquí dispondremos del "confidente", y con la charla descuidada y fácil, tal vez conseguiremos pasar algún rato de contento. Fumaremos cigarros encantados y en sus largas espirales de humo sorprenderé algún perfil etéreo, que evocaré con mi vara de avellano, para humanizarlo a nuestra vista. Lo veréis, entonces, lo veréis pasar, sentiréis su sereno aliento, os dirá sus secretos al oído, y querréis tocar con vuestra mano los pliegues de su túnica de espectro.
Creedlo. Soy un escapado del colegio que viene rebosando ilusiones, henchida la blusa estudiantil de flores, y encerrados en la urna del corazón frescos y virginales aromas; frescos y virginales como los que exhala la violeta de los campos.
He allí mi tesoro, he allí lo que compartiré con vosotros. ¿Hago mal? Puede ser. Pero ¿cómo impediríais al impetuoso manantial estrellar sus aguas cristalinas en las peñas y correr empañado por el suelo?
La mano del invisible traza un sendero; por allí vamos...
Traigo de mis amadas tierras tropicales el plumaje de las aves, el matiz de las flores, la belleza de la mujeres, fotografiadas en mi alma.
Traigo al par de eso, murmullos de la ola, perfumes de brisa, y tempestades y tinieblas marinas, y el recuerdo de aquellas horas benditas en que el alba tiende sus chales azul-nácar, mientras el sol besa en su lecho de oro a la dormida Anfitrite.
Todo eso y algo más os diré, amados lectores; acaso logre agradar a aquellos de vosotros para quienes aún guarda ángeles el cielo y colorido la naturaleza.
Me he bajado aquí, al folletín, para hacer la tertulia, porque ¿qué queréis? Allá en el piso alto no puedo veros de cerca, ni arrojar, niñas, una flor a vuestros pies. Y luego me gusta estar próximo a la calle para poder escaparme a mi capricho, que asaz antojadizo me hizo Dios, y ratos tengo en que detesto las ciudades, me marcho a la pradera, y gusto de trepar a alguna altura desde donde se dominan las colinas, y donde al cabo llego a forjarme al ilusión de que veo inmóviles las olas de esmeralda de mi Golfo.
¿De qué os hablaré? ¿Acaso de literatura; o de filosofía, tal vez de política? Un poco de todo. Pero no os alarméis con los nombres solemnes que acabo de escribir. Propóngome haceros gustar, cuando se ofrezca, alguna de esas cuestiones delicadas y enfadosas, como si saboreaseis algunos bombones.
Platicaremos, es cuanto, [sic] y para que la conversación sea agradable; dejadme variárosla.
Ya, si os disgusta, tendréis medio de manifestármelo.
Por lo que va dicho, seguro estoy de haberos infundido la creencia de que mi plan es incierto, si plan hay. Yo lo confieso; pero ¿creéis también que el libro del mundo está leído de la una a la otra pasta, y que soy incapaz de encontrar una hoja inédita para vosotros? No puedo jactarme de tal hallazgo; sólo sé que ancho, anchísimo es el campo, y desconocido el porvenir.
Dejadme hoy hablaros un poco de este piso bajo, donde han nacido tantos ingenios que son como florones de oro realzado en la rica tela de las literaturas extranjeras.
Reconoceremos juntos el terreno donde de hoy en más habitaré y en cuyas ventanas colocaremos tiestos plantados de esas parietarias amadas de las alondras y que producen lindas florecillas de coral desde que las brisas tibias anuncian la proximidad de mayo.
El folletín es plebeyo; no busquéis su origen en los tiempos de trono y altar; ni siquiera en el siglo XVIII, en que el cetro y la mitra mal disfrazaban la mancebía.
El folletín es hijo de nuestro siglo, y en él se han reflejado, se reflejan aún, la agitación, la lucha, las tendencias utópicas, el dolor, la ciencia y las esperanzas que son el terrible patrimonio de esta edad.
Cuando a fines de la última centuria hizo explosión la mina cavada lentamente bajo el pedestal de una sociedad decrépita; cuando la revolución fué y quiso el cielo que el hombre destinado a propagarla dejara al hundirse, como un legado forzoso, las nuevas ideas, para quienquiera [que] recogiese su herencia, nació en Francia, país eminentemente conservador, el folletín tal como hoy lo conocemos, y a la par que las Recamier y las de Broglie, mujeres encantadoras, agrupaban en torno suyo a los representantes de la literatura del país, en sus para siempre célebres salones.
Desde entonces fué esta de que nos ocupamos una parte integrante de todos los periódicos notables de Europa. Consagrada primitivamente a la crítica literaria, muy luego tuvieron cabida en ella revistas, causeries, cuentos y novelas. Los folletines de algunos diarios franceses han hecho la fortuna de los Dumas, de los Süe y otros muchos...
... En México, si no nos engañamos, los folletines sólo han sido destinados a novelas u otras obras más o menos útiles o agradables; nunca a la clase de producciones en que entrarán nuestras labores.
Hacemos sin duda una innovación en la prensa nacional, y emprendemos una tarea quizá superior a nuestras fuerzas; pero protestamos que osadía tal, sólo ha sido motivada por el deseo vehemente de agregar nuestro insignificante impulso al movimiento, que gracias al celo de inteligencias superiores, parece efectuarse en la capital, y que si adquiriese definitivamente un carácter positivo y durable, pronto marcaría sus consecuencias en todo el país...


Justo Sierra, Obras Completas, T. II, p. 69 y ss.

jueves, 23 de julio de 2009

El nombre Justo Sierra


“Y aquel hombre que parecía caído, cuando se desvaneció la tempestad y los corazones de la generación nueva se volvieron a la luz, se alzó alto, muy alto, cada vez más alto, con la impetuosa potencia de un poderoso talento y de su bondad infinita. Ahora su figura atraviesa, blanca y radiante, sobre el tumulto de las almas jóvenes, como sobre un encrespado Tiberíades. Su palabra vibradora conmueve en todas partes y es saludada con un aplauso al que sigue un reverente silencio; el discurso de la cátedra, la oración tribunicia, la arenga popular, entusiasman y admiran a la juventud que pocos años antes le recibió con gritos coléricos, y que hoy, al zarpazo del remordimiento, se agrupa alrededor suyo como diciéndole: Padre, perdón: estamos arrepentidos.”

Luis Urbina, Hombres y libros



Como citando el panegírico que la misma historia iba escribir en honor al maestro Justo Sierra Méndez; Luis Urbina, el discípulo, nos da una especie de retrato moral, donde condensa la personalidad del maestro así como la marca duradera de sus actos y sus palabras, que como las de los grandes hombres, se convierten no sólo en lecciones del pasado para los que se atreven a mirar la historia sino en ejemplo y motivo de gran respeto para sus mismos contemporáneos, incluso para los adversarios.

El 12 de noviembre de 1884 Justo Sierra sube a la tribuna de la Cámara de diputados para argumentar en favor de un convenio para pagar la deuda que se había contraído con los ingleses, convenio propuesto por el Ejecutivo, presidido entonces por Manuel González. Para no abundar en los detalles de la discusión, sépase que la medida, defendida por Sierra entre otros, era por demás impopular. Salvador Díaz Mirón, representando la postura contraria, había precedido al maestro de la Escuela Preparatoria y diputado Sierra en su turno ante la tribuna. Sierra expresaba “es difícil, señores diputados, seguir paso a paso las razones elocuentísimas vertidas en un lenguaje artístico y poético por el orador que me ha precedido en el uso de la palabra. Ciertamente, si hay algo que pueda turbarme en esta cuestión, es encontrarme frente por frente de una de las genialidades más poderosas que han aparecido en el horizonte de la poesía nacional” (V-102).

Sin embargo, la impopularidad de su postura no le había impedido mantener su leal convicción con lo que consideraba que era la mejor decisión en torno al asunto para la nación, y así, advertía que: “si nuestra reputación y nuestra simpatía tienen que naufragar, bueno será que no naufrague con ellas nuestra conciencia, el sentimiento que tenemos de lo que es verdad” (id.). Sierra, valiente, no cedió a las provocaciones y la calumnia, ni aun cuando en la misma Escuela Preparatoria fue emboscado por los escolares para hacerlo presa de “un grito unánime, ruidoso, prolongado, con acompañamiento de silbidos, de imprecaciones de ira y también de ademanes amenazadores”. Éste era el carácter, fuerte y prudente del maestro Sierra que, ante los vilipendios, respondía con argumentos y serenidad.

Años después, en abril de 1910, Sierra, presentándose ante la Cámara, ahora como Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, al hablar del proyecto próximo a concretarse de la fundación de la Universidad Nacional; explicando a los señores diputados la organización de la nueva institución, señalaba la importancia de la participación de una representación estudiantil en el Consejo Universitario. Reconociendo el “temor de que la deficiencia natural de juicio suficiente en los estudiantes los convirtiese dentro del Consejo Universitario en elemento subversivo, que pudiera alterar los fines de la Universidad” (V-424); habiendo vivido en varias ocasiones los efectos de la pasión de esos indómitos y ardientes adversarios, a pesar de la amarga experiencia personal; todo ello no le impidió defender la causa que consideraba más justa para la organización de la Universidad que estaba por nacer.




Poeta, escritor, periodista, político, maestro; ¡tantas facetas de Justo Sierra y con suerte tenemos alguna vaga noción de una de ellas! Héroe, sí, y fundador de la Universidad Nacional. Hombre ilustrado y progresista, que no profesaba ninguna doctrina incondicionalmente, salvo la de la justicia y la verdad. Hay mucho qué decir de él, como de otros grandes hombres. Hay mucho que aprender. Por cierto, su cátedra era la de historia, y estaba convencido de que el reconocimiento de los aciertos de nuestra historia, en todos los ámbitos, debía ser un culto que al ser profesado rigurosamente traería los mayores beneficios; no solamente en la esfera de la riqueza material de la nación, sino, más importante aún, en la conformación del carácter de un pueblo.

El maestro Sierra vino al mundo siendo el primer hijo varón del doctor Justo Sierra O’Reilly – destacado político y hombre de letras de la península de Yucatán, de quién también hablaremos (¿por qué no?) más adelante- el 26 de enero de 1848, en la ciudad de Campeche. Respetado desde temprana edad por sus éxitos literarios; después, inmerso en la efervescencia política de la época ayudó a guiar la conciencia nacional con el impecable ejercicio del periodismo; tuvo la oportunidad de luchar, siempre intentando mantener la paz que el país necesitaba, desde la Cámara; después, de consumar sus más grandes proyectos de educación nacional.

Este es el hombre que una vez se preguntó: “En cuanto a mí, compatriotas, os juro por la sombra sagrada de don Justo Sierra, que no imagino, que no adivino, cuál obra pudiera yo realizar, cuál gloria conquistar, con cuál empresa avasallar la fama, que fuese capaz de producir en mi una satisfacción semejante al orgullo santo de llevar el nombre que llevo” (V-372).

La numeración romana se refiere al tomo correspondiente de las Obras completas de Justo Sierra, el número arábigo a la página en el volumen.