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jueves, 28 de enero de 2010

Los misterios, quinta y última

Presentamos hoy la quinta y última entrega de Los misterios del Pedregal. Recordemos que el recorrido que hicimos con Octavio Paz inició con la relación de hechos y la respectiva crítica acerca del secuestro de la Torre de Rectoría allá a principios de los años 70. En la siguiente entrega Paz nos habla de lo que a juicio de algunos es la misión de la Universidad y de cómo los que pelean por una visión distinta muchas veces dejan de lado los problemas reales del país y la Universidad, aunque según ellos ese sea su principal interés. Cada quien saque sus conclusiones respecto a la confusión ideológica y pragmática del Auditorio Che Guevara.

Los misterios del Pedregal V

Nada tenemos contra la política. Al contrario: una sociedad apolítica sería una sociedad de ángeles o de bestias, una sociedad fuera de la historia. La gran invención de Grecia fue la construcción de un espacio abierto y libre que fuese el centro de la acción y la discusión de los ciudadanos. Allí donde ese espacio no existe o allí donde ha sido confiscado por un partido, un grupo o un jefe, la política se vuelve actividad secreta: conspiración de eunucos en el palacio, intrigas de la camarilla del Secretario del partido, cuartelazo de los sargentos… La política es el oxígeno de la sociedad abierta y el explosivo de la cerrada. Sin vida política sana, la sociedad se desfigura. El testimonio más impresionante sobre la desfiguración de la Universidad no viene de un intelectual de izquierda sino de un científico, uno de los más distinguidos de México, el físico matemático Marcos Moshinsky. El profesor Moshinsky divide a la comunidad universitaria en dos grupos: “nosotros y ellos… Nosotros son aquéllos que consideran que la misión principal de la Universidad es la preparación académica, sin olvidar la conciencia social que es vital en un país como México… Ellos son aquéllos que consideran que el papel fundamental de la Universidad es el de propiciar una reforma de base de las estructuras políticas del país por medios preferentemente pacíficos pero, si fuera necesario, aun violentos… Nosotros queremos un rector de sólido prestigio académico y que sea firme en la defensa del nivel de la enseñanza y la investigación. Ellos prefieren a un rector cuya principal cualidad sea la de ser “progresista” y que siga una línea blanda que propicie la “politización” en el sentido que les interesa”. (Excélsior, 22 de diciembre pasado.)

La comunidad universitaria parece que al fin ha reaccionado y ha elegido como Rector a un hombre interesado en la misión propia de la Universidad –una misión que no implica, insistimos, apartamiento de los problemas sociales y políticos del país. Pero es evidente que el nombramiento del Rector no resuelve automáticamente el problema. Hay más, mucho más. Y ese más no es una añadidura sino la raíz de la cuestión. El resto- incluso la “politización” dislocada y todo lo que arriba dijimos- son epifenómenos. El más puede condensarse en dos palabras: sobrepoblación y centralización. Esos son los dos verdaderos problemas de la Universidad (y también los del Instituto Politécnico Nacional). Muchos se han referido a este tema y no repetiremos aquí lo que todos saben –o deberían saber. (Véase, por ejemplo, el excelente artículo de Samuel I. del Villar: Ante el colapso de la Universidad, en Excélsior, 14 de diciembre pasado.) Los remedios a la sobrepoblación y a la excesiva centralización pueden reducirse a uno: la fundación en todo el país de muchas escuelas de educación postpreparatoria (llámenlas como quieran: universidades institutos, academias). So pena de exponerse a estallidos y convulsiones cada vez más frecuentes y temibles, habrá que satisfacer la creciente demanda de educación postpreparatoria y profesional de una clase media también creciente cada día y de una aristocracia obrera que empieza a enviar a sus hijos a las universidades y los politécnicos. Pero no basta con atender a los problemas sociales, políticos y educativos que plantea el crecimiento de la clase media. Si el país no quiere suicidarse habrá que hacer –o rehacer- unas cuantas y pequeñas universidades de cultura realmente superior y realmente dedicadas a la investigación científica y al cultivo de las humanidades.

La cuestión de la educación superior será la cuestión central del último tercio del siglo XX, lo mismo en los países en vías de desarrollo que en los desarrollados. Lo será sobre todo por el notable aumento de la influencia de la clase media, que es tanto la depositaria de la tradición humanística como la que concentra en proporción mayor el nuevo saber tecnológico. Sus funciones serán cardinales en la nueva sociedad porque es la clase de los administradores y los técnicos pero asimismo la clase política por excelencia: la más sensible y la más inestable. En los países en desarrollo es y será la palanca del cambio y/o de las revoluciones. En los países desarrollados sus funciones, ya importantes, serán decisivas a medida que se realice el cambio de la sociedad industrial a la postindustrial. En esta última el poder se medirá por el control del conocimiento.

La tarea es inmensa y nuestro retraso es considerable. En esta materia la política de nuestros gobiernos, ha sido una no-política. Recogemos ahora sus no-frutos: un plato de arena. Necesitamos recursos enormes y capacidades fuera de lo común. ¿Dónde están? ¿Y quién se atreverá a acometer esta empresa: el Estado o la iniciativa privada? Aunque esta pregunta aparece raras veces en las elucubraciones de nuestros “progresistas”, es la pregunta cardinal. El Estado mexicano, mal que bien, encarna un proyecto nacional; la iniciativa privada no tiene no digamos un proyecto pero ni siquiera intereses nacionales: los suyos son estrictamente privados y lucrativos. La burguesía europea y la norteamericana fueron creadoras de Naciones y Estados; la nuestra, heredera de la concepción árabe de la riqueza, atesora y vive amurallada como en un país conquistado. El último proyecto nacional de los conservadores mexicanos fue el Imperio de Maximiliano pero nuestros burgueses no son los descendientes de los monarquistas del siglo pasado: son gente desarraigada, the brown sahib of Mexico. Sin embargo, la iniciativa privada sentirá fatalmente la tentación (ya la siente) de apoderarse de la cultura superior en provecho propio. Por eso lo que se juega en la crisis universitaria no es esa revolución de bolsillo con que sueñan los ilusos y los suicidas sino algo infinitamente más concreto, inmediato y precioso: la cuestión de la educación media y superior es la cuestión del ser de México.
-Octavio Paz-
Plural, número 16, enero de 1973



lunes, 23 de noviembre de 2009

¿Son realmente populares los movimientos estudiantiles en la Universidad?

Octavio Paz analizaba esta situación en torno a la peculiar actividad política del Partido Comunista en la década de los setentas. Habría que retomar la cuestión en la actualidad. Pues aparentemente ahora ya no existe el monopolio del partido oficial, sin embargo es muy notable el alejamiento de la sociedad de la política. La política, entendida en buen sentido, requiere de la participación de los diversos grupos de la sociedad. Entendida en mal sentido, en el de la vil grilla interesada en conseguir beneficios de algún tipo, es la que prevalece en gran parte de la decisiones que se toman en los asuntos de interés público. Es peligroso, asimismo, que lleguen a ser determinantes en la dirección del curso de la vida universitaria.

Los misterios del Pedregal IV

El extremismo –o para emplear su jerga: el “aventurismo”- del Partido Comunista mexicano, en contraste con la actitud más bien cauta de los otros partidos comunistas de América Latina, es un reflejo de su experiencia en 1968: como el Partido Comunista francés, el movimiento estudiantil lo desbordó. Pero el Partido Comunista francés es una organización de masas y no cedió ante los extremistas (aunque en Francia, país industrializado y con una notable tradición democrática, el extremismo puede ser creador y no autodestructivo y masoquista como entre nosotros). En cambio, el Partido Comunista mexicano es una agrupación minoritaria de la clase media, aislada del pueblo y con escasísima influencia entre los obreros y campesinos. Empeñado, además, en una loca competencia con los grupitos que a su izquierda lo azuzan, se desboca. Su debilidad numérica y su pobreza teórica están en proporción inversa a su radicalismo. Como no puede controlar siquiera a un sindicato de obreros industriales, aspira a tener por lo menos uno de empleados, como no puede desfilar en el Zócalo, desfila por los claustros universitarios.

La actitud del Partido Comunista no es sino una expresión particular de un fenómeno general: la “politización” de las universidades, en México, es en buena parte consecuencia de la ausencia de verdaderos partidos políticos. O dicho de otra manera: es uno de los resultados del monopolio político del PRI. La política es una actividad que se despliega en un espacio público y en México las universidades son el único espacio con que cuentan, para desplegarse, las fuerzas y grupos que no han sido asimilados o mediatizados por el sistema que nos rige desde hace 40 años. Así pues, la situación no es nueva: lo que ahora ocurre es exactamente lo mismo que ocurrió en la década de los 30. Se trata de uno de esos fenómenos de simetría inversa que deleitan a Lévi-Strauss: las “ideologías” son opuestas pero la relación entre los términos que componen la situación es idéntica.

En 1930, después de la derrota del vasconcelismo –el único gran movimiento nacional en que participó la clase media hasta el de 1968- el espacio político mexicano se cerró. Más exactamente: fue ocupado por el Partido oficial, el PNR. Las fuerzas y los grupos independientes se refugiaron entonces en las universidades y pronto la autonomía universitaria (ganada por los estudiantes en 1929) se convirtió, como ahora en Puebla, en un ariete contra el Gobierno. Los que manejaban el ariete eran intelectuales y estudiantes de la clase media, la mayoría católicos y hostiles no sólo al socialismo sino al estatismo y al anticlericalismo del régimen mexicano. Durante la década de los 30, la libertad de cátedra y la autonomía fueron usadas como arma de combate contra el Estado y la mentada “educación socialista” que inventó Bassols y aplicó Cárdenas con pobrísimos resultados. El carácter beligerante de la Universidad de esos años resalta más claramente si se recuerda que uno de sus rectores –justamente el que encarnó con mayor austeridad e intransigencia los principios de libertad de cátedra y autonomía- fue Manuel Gómez Morín, el creador del Partido Acción Nacional. La fundación de ese partido –sin descontar la influencia de Maurras y de su
Action Française- “se debió”, dice Cosío Villegas, “a una condenación apresurada y, sobre todo, prematura de la acción desordenada pero revolucionaria de Cárdenas” (El Sistema Político Mexicano, Joaquín Mortiz.) En 1972 no es la derecha, asimilada por el régimen, la que se refugia en la Universidad sino la izquierda. Fracasará como la derecha pero, también como ella, no sin antes haber desfigurado a la Universidad. Aunque hablar de izquierda y derecha es sólo una figura retórica. En realidad es la misma clase media. Las “ideologías” con que, ilusoriamente, pretende definirse no son sino signos que cambian de sentido y de valor de acuerdo con su posición en el contexto. La misma clase media y el mismo problema: la ausencia de un espacio político libre, funesta consecuencia del monopolio de poder que ha ejercido el Partido oficial desde su fundación.


-Octavio Paz-
Plural, número 16, enero de 1973

lunes, 16 de noviembre de 2009

Octavio Paz y los problemas universitarios

Antes de presentarles las entregas faltantes de Los Misterios del Pedregal que inauguraron la Grilla Ilustrada, les presentamos el siguiente texto de Guillermo Sheridan, invitado recurrente de este blog. En este texto Sheridan repasa la manera de ver los problemas de la Universidad por parte de uno de los más distinguidos pensadores mexicanos: Octavio Paz.

Asimismo, Sheridan responde con sencillez y claridad a la pregunta de por qué él se ha ocupado tanto de hablar sobre estos problemas. Más de una vez se nos ha cuestionado por hacer este trabajo: desde los adversarios que nos consideran enemigos del libre pensamiento y las ideas revolucionarias, hasta los amigos que consideran que esto es pérdida de tiempo en el mejor de los casos, actividad riesgosa en el peor de ellos, según la opinión de los más precavidos. Simple y sencillamente consideramos que no guardar silencio puede ser de alguna ayuda.

Octavio Paz y la Universidad
por Guillermo Sheridan

Más de una vez, Octavio Paz me pidió que le explicara por qué me interesaba tanto la Universidad. Yo contestaba: “porque vivo en ella”.

Luego de un rato, me interrumpía: “A nosotros nos interesó el asunto de la Universidad. Leímos con emoción Misión de la universidad, de Ortega, y tratamos de...” Un segundo más tarde estaba discutiendo a Ortega y ya se había olvidado de la Universidad.

Hacía tiempo que no le interesaba: ni era un problema, ni tenía solución. Tenía la impresión de que la Universidad mexicana padecía defectos semejantes a los de la intelligentsia: no utiliza las armas intelectuales de la crítica, el examen y el juicio. Y mucho menos la autocrítica. Paz no entendía que esas virtudes pudiesen escasear tanto en una institución que nació por ellas y para ellas. La falta de esas virtudes propició que la política mexicana convirtiera a las universidades en armas de combate, desde los tiempos en que la clase media conservadora aspiró a crear en ellas un bastión contra la “educación socialista” posterior a Vasconcelos y a la reforma del artículo tercero. Su resumen era lacónico y elocuente: las universidades no derrocaron al gobierno, pero casi logran desaparecer. Los comunistas, más tarde, recurrieron a las mismas tácticas con los mismos resultados. El resultado era evidente: “el nivel académico de nuestras instituciones de educación superior amenaza con convertirse en uno de los más bajos del mundo”.

Le parecía que la ruta de la crítica en el claustro a la arena de los gladiadores se llevaba entre las patas la calidad de la inteligencia que la Universidad debía redituarle a quien la patrocina. Volver a las universidades escenarios sentimentales y alternativos de una mistificación revolucionaria (lo que llamaba “blanquismo guevarista”) había terminado por cancelar su eficiencia académica. La única solución que veía era trasladar esa lucha política de las universidades a un “espacio público abierto”, es decir, al escenario de la democracia. Pero si las universidades eran las herederas de las aspiraciones de apertura del movimiento del 68, habían preferido también trasladar las responsabilidades de la democracia “a la representación -drama y sainete- de la revolución en los teatros universitarios”.

La última vez que Paz se atareó con el problema universitario fue en julio de 1977. En un artículo titulado “La Universidad, los partidos y los intelectuales”, se enfrentó a la nueva realidad de que ya no eran los académicos ni los estudiantes los que se asumían como “vanguardia del proletariado” en el vicario escenario histórico de la Universidad y la convertían en arma de combate, sino (¡imanes de Garizurieta!) su sindicato. El STUNAM había paralizado a la Universidad sólo para claudicar ante la firmeza del rector Soberón, que se negó a hipotecar la libertad de pensar a las necesidades tácticas del Partido Comunista.

Paz procuró de nuevo explicarse la peculiaridad (“casi única en el mundo”) de las razones por las que el fracaso del activismo del Partido en los territorios que le deparaban la historia y la teoría -el campo, las fábricas- se trasladaba con tal facilidad y empeño al de las universidades. Explicó con lucidez que se debía en parte a que el vacío dejado por la “explosión libertaria”, apartidista, del 68, había sido acaparado por el PC, el único partido que poseía “cierta coherencia ideológica” (lo mismo que habían hecho los conservadores después de 1929).

Las observaciones de Paz aún tienen vigencia. Hacer de las universidades un laboratorio propicio a la experimentación revolucionaria o social, como lo hizo durante años el PC, supuso una comodidad tan garantizada que rozaba la cobardía; una certeza contradictoria con los riesgos y la inteligencia de sus maestros ideológicos y tácticos. La historia del involucramiento del PC en las universidades no se ha escrito, y debería hacerse sobre todo en vísperas del trigésimo aniversario de la matanza de Tlatelolco.

Pero éstos son también los tiempos en los que la democracia ya debería haber convocado el actuar de los universitarios a la palestra más responsable, y arriesgada, de la plaza pública que Paz imaginó hace treinta años, como única solución a la quimera del involucramiento de la izquierda en las universidades.

En las universidades públicas aún hay fuerzas que aspiran a diferir la responsabilidad que supone actuar en esa plaza pública hasta el momento, el 2000, en el que esperan que la plaza esté bajo su control como una condición para ingresar a ella. Es como aceptar ingresar a un debate a condición de que sea en mi casa y el interlocutor esté mudo. El empeño en seguir capitalizando los beneficios de controlar el potencial explosivo de la Universidad con esa meta es otro acto de cobardía, una vez más disfrazada de táctica política, que propicia el riesgo de que a la Universidad no la conduzcan quienes quieren que piense, sino que la secuestren quienes desean que actúe.

Paz apostó siempre, en el tema de la Universidad como en cualquier otro, a la crítica y a la disensión. El silencio expectante que comentaristas y editorialistas guardan ante los problemas académicos, estudiantiles y sindicales de las Universidades mexicanas se convierte en cómplice de su inoperatividad y alienta los oportunismos. Dijo Paz a los intelectuales que condonaron la conducta del STUNAM en 1977:

«decir cuatro verdades al adversario es relativamente fácil; lo difícil es decírselas al amigo y al aliado. Pero si el escritor se calla, se traiciona a sí mismo y traiciona a su amigo... ¿Los escritores han dejado de ser las tapaderas de los antiguos caudillos para serlo de los secretarios generales?»

La discusión sobre el tipo de universidades que necesitamos se ha convertido en una indolencia satisfecha para todas las partes involucradas. Es un caso más frente al de decir: llevamos setenta años diciendo que las cosas ya no pueden seguir así. Hoy que la mesa está puesta otra vez para que el nuevo proyecto del rector entre en conflicto con las viejas pasiones de la izquierda, convendría repasar los artículos de Paz sobre la Universidad y su invitación a la independencia, al realismo y a la imaginación.

Vuelta, 259, junio de 1998.

lunes, 17 de agosto de 2009

Canción de la más alta torre

Como bien apuntó nuestro compañero Námaste Heptákis en la primera trivia de este blog; era Octavio Paz el autor misterioso de “Los misterios del Pedregal”. Con su profunda inteligencia Paz es nuevamente el invitado especial de nuestra Grilla Ilustrada. El texto que ahora les presento es anterior a la primera entrega de “Los misterios del pedregal”. “Canción de la más alta torre” corresponde al número 12 de Plural, septiembre de 1972. En él Paz nos entera de lo ocurrido en la mentada torre del mentado pedregal. Y nos hace patente que se trata de un problema serio: violencia, indiferencia, degradación de la academia; de la razón en última instancia, entre otras cosas. Los hipervínculos en el último párrafo son para mostrar como presente, pasado y probablemente el futuro se enlazan en este texto, que parece, salvo detalles varios, literalmente escrito el día de ayer.


Canción de la más alta torre


La torre de la Rectoría –el centro de la vida académica y administrativa de la Universidad Nacional- fue ocupada durante todo el mes de agosto por una banda heterogénea: “fósiles” que han abandonado las aulas hace mucho pero que merodean por las facultades provistos de dudosas tarjetas de “estudiantes”, alumnos de la Escuela Normal, un “pintor revolucionario” y un puñado de matachines y espantanublados. El pretexto para la ocupación: los normalistas querían forzar el ingreso a la Facultad de Derecho sin presentar exámenes en tres materias que ellos no cursan en su escuela. Debe señalarse que los demás alumnos, procedentes de otros planteles preparatorios, sí las han cursado y aprobado. La finalidad era pequeña e injustificable; en cambio, los medios puestos en obra para lograrla fueron colosales: los ocupantes estaban armados y amenazaron con incendiar el edificio si se intentaba desalojarlos. El Rector tuvo que despachar durante 31 días en otro local. En ningún momento los asaltantes fueron molestados físicamente: todos los días, al mediodía, se veía descender de la Torre a los dirigentes, enfundados en sus disfraces de guerrilleros “a la Sierra Maestra”, atravesar pausadamente los prados y dirigirse a la gran piscina, donde se asoleaban y nadaban un rato. La “revolución” combinada con los placeres. La desocupación, inopinada como el asalto, fue el resultado de la presión de la opinión pública y de una transacción: la Universidad cedió a medias y los normalistas podrán inscribirse sin presentar los exámenes de las tres materias aunque con el compromiso de hacerlo en el transcurso del año. Una nueva quiebra moral e intelectual. El nivel académico descenderá aún más y la demagogia crecerá. Mejor dicho, creció ya: los ocupantes desalojaron la Torre pero se han instalado en la Facultad de Derecho y se proponen abrir una Facultad Popular para todos los que no han podido ingresar en esa institución.


El Rector se abstuvo de llamar a la fuerza pública para expulsar a los intrusos. El Presidente indicó que la policía no intervendría, salvo llamada por las autoridades universitarias. Esta actitud frustró la provocación; gracias a la prudencia del Rector y del Gobierno se evitó un zafarrancho que habría sido una sangrienta caricatura de octubre de 1968. Eso era lo que probablemente buscaban los matachines. Creemos, sin embargo, que la comunidad universitaria pudo, puede y debe hacer más, mucho más. En primer término, las autoridades universitarias deberían haber convocado inmediatamente al Consejo Universitario: es el órgano representativo de la Universidad en su conjunto. La defensa de la democracia universitaria debe comenzar por la práctica de la democracia en la Universidad. No acertamos a comprender por qué se esperó hasta el 4 de septiembre para reunir al Consejo. En segundo lugar, ha sido lamentable la pasividad, como cuerpo colegiado, de los profesores. En tercer lugar, ha sido también lamentable la actitud de los estudiantes. Cierto, algunos Comités de Lucha han adoptado resoluciones condenando la invasión, pero todas han sido más bien vagas como si nadie quisiese correr el riesgo de la impopularidad atreviéndose a poner en duda la legitimidad de la exigencia de los normalistas. Vale la pena subrayar que los Comités de Lucha, compuestos por “activistas”, son elegidos por voto público en asambleas que poquísimas veces reúnen a la mayoría estudiantil. Como, por otra parte, las antiguas Sociedades de Alumnos –elegidas por la mayoría mediante el sistema de voto secreto- han caído en justo descrédito, la democracia estudiantil pasa por un mal momento. Desgarrada entre el espejismo de la democracia directa y su desconfianza ante la democracia representativa, oscila entre la demagogia y la apatía, frenesí y letargo. En suma, ni las autoridades ni los profesores ni los estudiantes quisieron o pudieron oponer a la agresión la única respuesta pacífica posible: una movilización democrática.


Las declaraciones de la mayoría de los grupos estudiantiles revelan una extraordinaria confusión intelectual y política. Un ejemplo: el Comité de Lucha de la Facultad de Ciencias, tras darle la razón a los normalistas, denunció la actitud de los asaltantes como “pseudo-revolucionaria”. Una verdad de Perogrullo pero que muestra hasta qué punto los muchachos sufren una intoxicación verbal: no puede aplicarse el vocabulario revolucionario sin deformarlo, a la pretensión de los normalistas. Las categorías de “revolucionario” o “contrarrevolucionario” no sirven para definir o calificar el incidente, aunque los “fósiles” hayan citado en sus discursos a Che Guevara y el “pintor” –émulo de Siqueiros- haya cubierto un muro con los retratos de Zapata y Jenaro Vázquez. Chabacanería y delirio: los lemas cómicamente heroicos como Inscripción o Muerte, los atuendos de revolucionarios de music-hall, las frases melenudas y los discursos mostachudos, el Padre Ubú disfrazado de guerrillero sudamericano. El incidente se ha convertido en un espectáculo insólito. Parece que asistimos a una “farsa revolucionaria” escrita y dirigida por un perverso pero gracioso sainetista reaccionario. Un nuevo género que a Valle Inclán le habría encantado: el esperpento ideológico.


¿Qué mano mueve a los títeres y, sobre todo, cuál es el sentido de la pieza? El Rector de la Universidad, Pablo González Casanova, es un hombre eminente y su libro La Democracia en México es una contribución fundamental al estudio de nuestra realidad contemporánea. Pero su hipótesis nos parece un ejemplo de lo que podría llamarse “la teoría astronómica”: atribuir los sucesos universitarios a la crisis del capitalismo mundial equivale a explicar la historia de la humanidad por la situación del planeta Tierra en el sistema solar. No es falso: es remoto. La otra teoría consiste en ver en el incidente la intervención más o menos disfrazada de fuerzas políticas ajenas a la Universidad. En 1968 se habló del comunismo internacional; en 1972 de una maniobra de la reacción. La gente se muestra más y más insatisfecha con estas denuncias demasiado generales e ideológicas, y pide, con razón, nombres. Nombres y pruebas. Aparte de esto, la teoría de la conspiración nacional y/o internacional tiene defectos parecidos, aunque en sentido inverso, a los de la “teoría astronómica”: no es falsa sino circunstancial. La intervención de grupos extraños ultrareaccionarios con caretas revolucionarias no es imposible, mejor dicho, es muy posible. Pero no es causa suficiente: hay otras más profundas y constantes. Aunque esas causas se configuran como de orden demográfico, su origen real, según se verá, es político y económico. Es evidente que hay miles y miles de muchachos –los normalistas no son una excepción- que se sienten con derecho a ingresar a la Universidad Nacional y en el Instituto Politécnico; es evidente asimismo que la mayoría de esos muchachos carecen de los conocimientos mínimos para seguir con provecho los cursos universitarios. (lo mismo sucede, hay que decirlo, con muchos de los que han logrado entrar: el descenso de nuestra educación secundaria y preparatoria es abismal). Los muchachos quieren forzar las puertas de la Universidad y el Politécnico porque sencillamente no tienen otra parte adonde ir. Lo malo es que, cuando logran entrar, la decepción es inmediata: la Universidad y el Politécnico se han convertido en aglomeraciones inhumanas y abstractas. Un escritor inteligente dijo el otro día que la Universidad había alcanzado venturosamente –y recalcó el adjetivo- la cifra de cerca de 200 000 estudiantes. Discrepamos: esa cifra sería venturosa si hubiese una cantidad proporcional de profesores, aulas, laboratorios y libros. ¿Cuántos libros por estudiante tienen las bibliotecas universitarias? Si dijésemos el número, el país entero enrojecería de vergüenza. No, México no necesita una Universidad inflada y que, como la rana de la fábula, un día puede reventar. No lo deseamos y esperamos que no sea tarde para evitarlo. Si es verdad que los universitarios son responsables de la situación de la Universidad, también lo es que la responsabilidad del Gobierno es aún mayor: durante muchos años, embriagado por una retórica sobre la que es mejor no hablar, ha desatendido la educación secundaria y postsecundaria (sería excesivo llamar a esta última: superior). Necesitamos muchas, muchas escuelas postsecundarias –llámenlas como quieran: universidades, politécnicos, institutos- que preparan un poco a la multitud de jóvenes que piden educación (aunque la pidan con mala educación). Necesitamos esas escuelas en todo el país, no sólo en México-Tenochtitlán. Y necesitamos también una o dos pequeñas, auténticas Universidades, en las que de veras sea posible dedicarse con un poco de seriedad a las ciencias y las humanidades.

Plural, número 12, septiembre de 1972.

viernes, 3 de julio de 2009

Grilla Ilustrada

En un esfuerzo por mantener este espacio en pie hoy incorporamos una nueva sección que podríamos títular Grilla ilustrada. En este espacio incluiremos textos de personajes no grillos pero sí muy ilustres. La grilla va por nuestra cuenta. En esta ocasión les presento un texto aparecido en la (¿extinta? al menos el último número que se puede hallar en las bibliotecas universitarias data de 1994) revista Plural publicada mensualmente por Excelsior allá en el lejano 1972. Ni tan lejano... pensaba subrayar las partes del texto que me parecían que retrataban la actualidad para que viéramos como la historia parece repetirse. Pero hubiera resultado como aquellos subrayados de los que alguna vez fuimos víctimas y que sólo coloreaban páginas enteras... Me parece que hay que decir que no es que la historia se repita, sino que estamos inmersos en problemáticas aún no resueltas y que como un oleaje, en una tormenta, golpea brutalmente a nuestra UNAM cada cierto tiempo. Es pues, importante analizar qué problemas ha tenido la Universidad y cómo la falta de racionalidad ha y sigue haciendo estragos que es necesario solucionar. Disculpe la magnitud del texto, demasiado grande para los estándares del blogger, allá va:

Letras, Letrillas, Letrones.
"Letrilla, segunda acep.: Composición poética... festiva o satírica", etc. "Letrón, segunda acep.: Edicto que en caracteres grandes se ponía en las puertas de las iglesias y otros lugares para que constase estar excomulgados los designados en él." Diccionario de la Real Academia Española.

Así, se titulaba una sección de la revista Plural, donde un misterioso pero ilustrísimo "fantasma" publicó esta columna:

Los Misterios del Pedregal.
Para entender los problemas de la Universidad hay que tener el genio de Hegel, que encontró en la lógica de las contradicciones la razón de la sinrazón de la historia; para desenredar sus embrollos hay que poseer la sagacidad de Monsieur Dupin, que descubrió que el asesino de la calle Morgue era un oragután. Pero el fantasma que escribe estas líneas no es ni filósofo de la historia ni detective amateur: es un alma en pena condenada a escribir en máquina. Ve lo que ve y dice lo que ve: las contradicciones no son momentos del proceso dialéctico sino contradicciones, faltas contra la razón. Y los delincuentes no son oragutanes, aunque lo parezcan, sino delincuentes.

El pueblo universitario -profesores, estudiantes, funcionarios y empleados- toleró que dos matachines y su banda asaltasen la Torre de la Rectoría, la ocupasen durante un mes, destruyesen los archivos y que, disfrazados de guerrilleros, representasen una farsa ultra-revolucionaria. Las autoridades, los comités de lucha y varios grupos de izquierda aclararon tímidamente que los dos valentones eran en realidad un par de farsantes enviados por fuerzas "derechistas ultra-reaccionarias para acabar con la Universidad crítica". Cuando los rufianes abandonaron la Torre, el pueblo universitario -ya sea por temor, indiferencia o complicidad- los asiló e impidió que fuesen aprehendidos. Nadie los perseguía por motivos políticos sino por robo y otros delitos de orden común. O al menos eso fue lo que dijeron las autoridades universitarias y las judiciales. Después, uno de los asaltantes pidió asilo político a Panamá y lo obtuvo. A los pocos semanas el gobierno de ese país lo devolvió a México, maniatado. Doble inconsecuencia y doble inmoralidad de los gobiernos de México y Panamá: primero, aceptar que el espadachín fuese efectivamente un perseguido político y no un delincuente de orden común; enseguida, devolverlo como si fuese un paquete (Panamá), aceptar su devolución y encarcelarlo (México). El otro sigue en la Universidad, pronuncia discursos revolucionarios, concede entrevistas ¡y pinta murales! (Oh Siqueiros, ¡cuántas bufonerías se cometen en tu nombre!). Por una curiosa confusión entre el concepto de autonomía y el derecho de extraterritorialidad, el espadachín no puede ser aprehendido. Un lío grotesco, dentro de la mejor tradición barroco-expresionista del esperpento, que revela la impotencia de las autoridades universitarias, la pasividad de la mayoría de los profesores y estudiantes y la demagogia de los comités de lucha y de los otros grupos y grupitos.

Para enredar más la maraña, el sindicato de empleados y trabajadores universitarios ha declarado un paro. Nueva suspención de la actividad docente. Lo peor es que, debido al cierre de los laboratorios, se han perdido muchos trabajos de experimentación e investigación. Aunque las autoridades universitarias han accedido a casi todas las demandas del sindicato -salvo aquellas que, de aceptarse, lesionarían gravemente la autonomía y la vida de la institución- los huelguistas no han cejado y piden satisfacción completa. Los puntos en litigio -tales como el derecho irrestricto de huelga y la libertad de afiliación del sindicato a cualquier central obrera- expresan una contradicción fundamental sobre una cuestión básica: ¿la Universidad es una empresa capitalista o es una institución nacional de cultura? Es claro que, si fuese una empresa, el derecho de huelga de sus empleados no podría tener más limitaciones que aquellas que señalen las leyes federales- y es claro también que el sindicato tendría la facultad de afiliarse a cualquier central obrera. No faltará chusco que sostenga que la Universidad es una empresa: si no es una fábrica que produce cosas, sí es una fábrica que produce empleados para las otras fábricas y para el Estado. Podría replicarse que, en tal caso, es una empresa en quiebra tanto por la calidad de sus productos como por su desfalco crónico... En cambio, si la Universidad no es una empresa (¿y cómo podría serlo realmente?), las proposiciones que las autoridades universitarias han hecho a los empleados son equitativas y de sobra razonables: libertad para constituir un sindicato universitario y libertad de ese sindicato para ligarse con los de las otras universidades; derecho a huelga con modalidades específicas; convenio colectivo de trabajo celebrado con el sindicato que se acredite mayoritario; libre afiliación
individual de los empleados a los sindicatos y partidos políticos que les plazca.

Muchos grupos de izquierda -unos de estudiantes y otros, menos numerosos, de profesores- apoyan las demandas de los empleados y denuncian a la Universidad como una empresa explotadora y paternalista. Al mismo tiempo, estos grupos son partidarios de una "Universidad crítica"; inconforme con el actual estado de cosas, rebelde y promotora de la conciencia revolucionaria (sic.). Es imposible que no se den cuanta de la contradicción en que incurren: si la autonomía es la condición
sine qua non de la "Universidad crítica", la libre afiliación sindical significa el fin de la Universidad y de la crítica. En efecto, el ingreso del sindicato universitario a cualquiera de las centrales obreras implica la intromisión de un cuerpo extraño: aquel que controlase al sindicato, controlaría a la Universidad. Apenas si es necesario agregar que las centrales obreras mexicanas no se distinguen precisamente por su radicalismo ni por su amor a la crítica. Al contrario, desde hace mucho son un sector conservador, inmovilista y conformista. La "Universidad crítica" de hoy es un corral donde aficionados de buena fe y farsantes felones representan sainetes y pantomimas revolucionarias; la "Universidad crítica" de mañana tendría por rector invisible a un Fidel Velázquez.

En un documento que aplaudimos por su claridad, el Rector Pablo González Casanova ha puesto tres condiciones para retirar la renuncia que ha presentado: los empleados deberían levantar el paro; los profesores y los directores de la facultades y los institutos tendrían que presentar un proyecto de reformas a los Estatutos con objeto de constituir consejos de gobierno compuestos por representantes de los profesores, los estudiantes y los empleados; el Gobierno de la República debería impedir la comisión de delitos de orden común contra la Universidad. Nos parece que el Rector se propuso con ese documento realizar algo que nosotros sugerimos desde el principio (véase el número 12 de
Plural): la movilización de la opinión pública universitaria. El llamamiento fue escuchado por el Presidente Echeverría, que ha prometido enviar al Congreso de la Unión un proyecto de ley que garantice constitucionalmente la autonomía universitaria. ¿Y los profesores y los estudiantes? Algunos apoyaron al Rector, otros a los empleados pero la mayoría, resignada o indiferente, calla. No ha habido movilización de la opinión universitaria. En cuanto a los empleados: siguen en su trece. ¿Pablo González Casanova sufrirá la suerte de muchos de sus predecesores en la rectoría y su nombre se unirá al de esos mexicanos distinguidos -el caso más reciente ha sido el del ilustre doctor Ignacio Chávez- que ha sido sacrificado por la demagogia, la intriga y la estupidez?

Nota: Al cierre de éste número, nos informamos que el Dr. Pablo González Casanova renunció definitivamente a su cargo de rector.

Plural, número 15, diciembre de 1972.

¿Sabe usted quién escribió esta columna?