Somos universitarios a favor de la devolución de las instalaciones tomadas por diversos grupos en distintos planteles de la UNAM.
jueves, 28 de enero de 2010
Los misterios, quinta y última
lunes, 23 de noviembre de 2009
¿Son realmente populares los movimientos estudiantiles en la Universidad?
Los misterios del Pedregal IV
El extremismo –o para emplear su jerga: el “aventurismo”- del Partido Comunista mexicano, en contraste con la actitud más bien cauta de los otros partidos comunistas de América Latina, es un reflejo de su experiencia en 1968: como el Partido Comunista francés, el movimiento estudiantil lo desbordó. Pero el Partido Comunista francés es una organización de masas y no cedió ante los extremistas (aunque en Francia, país industrializado y con una notable tradición democrática, el extremismo puede ser creador y no autodestructivo y masoquista como entre nosotros). En cambio, el Partido Comunista mexicano es una agrupación minoritaria de la clase media, aislada del pueblo y con escasísima influencia entre los obreros y campesinos. Empeñado, además, en una loca competencia con los grupitos que a su izquierda lo azuzan, se desboca. Su debilidad numérica y su pobreza teórica están en proporción inversa a su radicalismo. Como no puede controlar siquiera a un sindicato de obreros industriales, aspira a tener por lo menos uno de empleados, como no puede desfilar en el Zócalo, desfila por los claustros universitarios.
La actitud del Partido Comunista no es sino una expresión particular de un fenómeno general: la “politización” de las universidades, en México, es en buena parte consecuencia de la ausencia de verdaderos partidos políticos. O dicho de otra manera: es uno de los resultados del monopolio político del PRI. La política es una actividad que se despliega en un espacio público y en México las universidades son el único espacio con que cuentan, para desplegarse, las fuerzas y grupos que no han sido asimilados o mediatizados por el sistema que nos rige desde hace 40 años. Así pues, la situación no es nueva: lo que ahora ocurre es exactamente lo mismo que ocurrió en la década de los 30. Se trata de uno de esos fenómenos de simetría inversa que deleitan a Lévi-Strauss: las “ideologías” son opuestas pero la relación entre los términos que componen la situación es idéntica.
En 1930, después de la derrota del vasconcelismo –el único gran movimiento nacional en que participó la clase media hasta el de 1968- el espacio político mexicano se cerró. Más exactamente: fue ocupado por el Partido oficial, el PNR. Las fuerzas y los grupos independientes se refugiaron entonces en las universidades y pronto la autonomía universitaria (ganada por los estudiantes en 1929) se convirtió, como ahora en Puebla, en un ariete contra el Gobierno. Los que manejaban el ariete eran intelectuales y estudiantes de la clase media, la mayoría católicos y hostiles no sólo al socialismo sino al estatismo y al anticlericalismo del régimen mexicano. Durante la década de los 30, la libertad de cátedra y la autonomía fueron usadas como arma de combate contra el Estado y la mentada “educación socialista” que inventó Bassols y aplicó Cárdenas con pobrísimos resultados. El carácter beligerante de la Universidad de esos años resalta más claramente si se recuerda que uno de sus rectores –justamente el que encarnó con mayor austeridad e intransigencia los principios de libertad de cátedra y autonomía- fue Manuel Gómez Morín, el creador del Partido Acción Nacional. La fundación de ese partido –sin descontar la influencia de Maurras y de su Action Française- “se debió”, dice Cosío Villegas, “a una condenación apresurada y, sobre todo, prematura de la acción desordenada pero revolucionaria de Cárdenas” (El Sistema Político Mexicano, Joaquín Mortiz.) En 1972 no es la derecha, asimilada por el régimen, la que se refugia en la Universidad sino la izquierda. Fracasará como la derecha pero, también como ella, no sin antes haber desfigurado a la Universidad. Aunque hablar de izquierda y derecha es sólo una figura retórica. En realidad es la misma clase media. Las “ideologías” con que, ilusoriamente, pretende definirse no son sino signos que cambian de sentido y de valor de acuerdo con su posición en el contexto. La misma clase media y el mismo problema: la ausencia de un espacio político libre, funesta consecuencia del monopolio de poder que ha ejercido el Partido oficial desde su fundación.
lunes, 16 de noviembre de 2009
Octavio Paz y los problemas universitarios
Asimismo, Sheridan responde con sencillez y claridad a la pregunta de por qué él se ha ocupado tanto de hablar sobre estos problemas. Más de una vez se nos ha cuestionado por hacer este trabajo: desde los adversarios que nos consideran enemigos del libre pensamiento y las ideas revolucionarias, hasta los amigos que consideran que esto es pérdida de tiempo en el mejor de los casos, actividad riesgosa en el peor de ellos, según la opinión de los más precavidos. Simple y sencillamente consideramos que no guardar silencio puede ser de alguna ayuda.
Octavio Paz y la Universidad
por Guillermo Sheridan
Más de una vez, Octavio Paz me pidió que le explicara por qué me interesaba tanto la Universidad. Yo contestaba: “porque vivo en ella”.
Luego de un rato, me interrumpía: “A nosotros nos interesó el asunto de la Universidad. Leímos con emoción Misión de la universidad, de Ortega, y tratamos de...” Un segundo más tarde estaba discutiendo a Ortega y ya se había olvidado de la Universidad.
Hacía tiempo que no le interesaba: ni era un problema, ni tenía solución. Tenía la impresión de que la Universidad mexicana padecía defectos semejantes a los de la intelligentsia: no utiliza las armas intelectuales de la crítica, el examen y el juicio. Y mucho menos la autocrítica. Paz no entendía que esas virtudes pudiesen escasear tanto en una institución que nació por ellas y para ellas. La falta de esas virtudes propició que la política mexicana convirtiera a las universidades en armas de combate, desde los tiempos en que la clase media conservadora aspiró a crear en ellas un bastión contra la “educación socialista” posterior a Vasconcelos y a la reforma del artículo tercero. Su resumen era lacónico y elocuente: las universidades no derrocaron al gobierno, pero casi logran desaparecer. Los comunistas, más tarde, recurrieron a las mismas tácticas con los mismos resultados. El resultado era evidente: “el nivel académico de nuestras instituciones de educación superior amenaza con convertirse en uno de los más bajos del mundo”.
Le parecía que la ruta de la crítica en el claustro a la arena de los gladiadores se llevaba entre las patas la calidad de la inteligencia que la Universidad debía redituarle a quien la patrocina. Volver a las universidades escenarios sentimentales y alternativos de una mistificación revolucionaria (lo que llamaba “blanquismo guevarista”) había terminado por cancelar su eficiencia académica. La única solución que veía era trasladar esa lucha política de las universidades a un “espacio público abierto”, es decir, al escenario de la democracia. Pero si las universidades eran las herederas de las aspiraciones de apertura del movimiento del 68, habían preferido también trasladar las responsabilidades de la democracia “a la representación -drama y sainete- de la revolución en los teatros universitarios”.
La última vez que Paz se atareó con el problema universitario fue en julio de 1977. En un artículo titulado “La Universidad, los partidos y los intelectuales”, se enfrentó a la nueva realidad de que ya no eran los académicos ni los estudiantes los que se asumían como “vanguardia del proletariado” en el vicario escenario histórico de la Universidad y la convertían en arma de combate, sino (¡imanes de Garizurieta!) su sindicato. El STUNAM había paralizado a la Universidad sólo para claudicar ante la firmeza del rector Soberón, que se negó a hipotecar la libertad de pensar a las necesidades tácticas del Partido Comunista.
Paz procuró de nuevo explicarse la peculiaridad (“casi única en el mundo”) de las razones por las que el fracaso del activismo del Partido en los territorios que le deparaban la historia y la teoría -el campo, las fábricas- se trasladaba con tal facilidad y empeño al de las universidades. Explicó con lucidez que se debía en parte a que el vacío dejado por la “explosión libertaria”, apartidista, del 68, había sido acaparado por el PC, el único partido que poseía “cierta coherencia ideológica” (lo mismo que habían hecho los conservadores después de 1929).
Las observaciones de Paz aún tienen vigencia. Hacer de las universidades un laboratorio propicio a la experimentación revolucionaria o social, como lo hizo durante años el PC, supuso una comodidad tan garantizada que rozaba la cobardía; una certeza contradictoria con los riesgos y la inteligencia de sus maestros ideológicos y tácticos. La historia del involucramiento del PC en las universidades no se ha escrito, y debería hacerse sobre todo en vísperas del trigésimo aniversario de la matanza de Tlatelolco.
Pero éstos son también los tiempos en los que la democracia ya debería haber convocado el actuar de los universitarios a la palestra más responsable, y arriesgada, de la plaza pública que Paz imaginó hace treinta años, como única solución a la quimera del involucramiento de la izquierda en las universidades.
En las universidades públicas aún hay fuerzas que aspiran a diferir la responsabilidad que supone actuar en esa plaza pública hasta el momento, el 2000, en el que esperan que la plaza esté bajo su control como una condición para ingresar a ella. Es como aceptar ingresar a un debate a condición de que sea en mi casa y el interlocutor esté mudo. El empeño en seguir capitalizando los beneficios de controlar el potencial explosivo de la Universidad con esa meta es otro acto de cobardía, una vez más disfrazada de táctica política, que propicia el riesgo de que a la Universidad no la conduzcan quienes quieren que piense, sino que la secuestren quienes desean que actúe.
Paz apostó siempre, en el tema de la Universidad como en cualquier otro, a la crítica y a la disensión. El silencio expectante que comentaristas y editorialistas guardan ante los problemas académicos, estudiantiles y sindicales de las Universidades mexicanas se convierte en cómplice de su inoperatividad y alienta los oportunismos. Dijo Paz a los intelectuales que condonaron la conducta del STUNAM en 1977:
«decir cuatro verdades al adversario es relativamente fácil; lo difícil es decírselas al amigo y al aliado. Pero si el escritor se calla, se traiciona a sí mismo y traiciona a su amigo... ¿Los escritores han dejado de ser las tapaderas de los antiguos caudillos para serlo de los secretarios generales?»
La discusión sobre el tipo de universidades que necesitamos se ha convertido en una indolencia satisfecha para todas las partes involucradas. Es un caso más frente al de decir: llevamos setenta años diciendo que las cosas ya no pueden seguir así. Hoy que la mesa está puesta otra vez para que el nuevo proyecto del rector entre en conflicto con las viejas pasiones de la izquierda, convendría repasar los artículos de Paz sobre la Universidad y su invitación a la independencia, al realismo y a la imaginación.
Vuelta, 259, junio de 1998.
lunes, 17 de agosto de 2009
Canción de la más alta torre
La torre de la Rectoría –el centro de la vida académica y administrativa de la Universidad Nacional- fue ocupada durante todo el mes de agosto por una banda heterogénea: “fósiles” que han abandonado las aulas hace mucho pero que merodean por las facultades provistos de dudosas tarjetas de “estudiantes”, alumnos de la Escuela Normal, un “pintor revolucionario” y un puñado de matachines y espantanublados. El pretexto para la ocupación: los normalistas querían forzar el ingreso a la Facultad de Derecho sin presentar exámenes en tres materias que ellos no cursan en su escuela. Debe señalarse que los demás alumnos, procedentes de otros planteles preparatorios, sí las han cursado y aprobado. La finalidad era pequeña e injustificable; en cambio, los medios puestos en obra para lograrla fueron colosales: los ocupantes estaban armados y amenazaron con incendiar el edificio si se intentaba desalojarlos. El Rector tuvo que despachar durante 31 días en otro local. En ningún momento los asaltantes fueron molestados físicamente: todos los días, al mediodía, se veía descender de la Torre a los dirigentes, enfundados en sus disfraces de guerrilleros “a la Sierra Maestra”, atravesar pausadamente los prados y dirigirse a la gran piscina, donde se asoleaban y nadaban un rato. La “revolución” combinada con los placeres. La desocupación, inopinada como el asalto, fue el resultado de la presión de la opinión pública y de una transacción: la Universidad cedió a medias y los normalistas podrán inscribirse sin presentar los exámenes de las tres materias aunque con el compromiso de hacerlo en el transcurso del año. Una nueva quiebra moral e intelectual. El nivel académico descenderá aún más y la demagogia crecerá. Mejor dicho, creció ya: los ocupantes desalojaron la Torre pero se han instalado en la Facultad de Derecho y se proponen abrir una Facultad Popular para todos los que no han podido ingresar en esa institución.
El Rector se abstuvo de llamar a la fuerza pública para expulsar a los intrusos. El Presidente indicó que la policía no intervendría, salvo llamada por las autoridades universitarias. Esta actitud frustró la provocación; gracias a la prudencia del Rector y del Gobierno se evitó un zafarrancho que habría sido una sangrienta caricatura de octubre de 1968. Eso era lo que probablemente buscaban los matachines. Creemos, sin embargo, que la comunidad universitaria pudo, puede y debe hacer más, mucho más. En primer término, las autoridades universitarias deberían haber convocado inmediatamente al Consejo Universitario: es el órgano representativo de la Universidad en su conjunto. La defensa de la democracia universitaria debe comenzar por la práctica de la democracia en la Universidad. No acertamos a comprender por qué se esperó hasta el 4 de septiembre para reunir al Consejo. En segundo lugar, ha sido lamentable la pasividad, como cuerpo colegiado, de los profesores. En tercer lugar, ha sido también lamentable la actitud de los estudiantes. Cierto, algunos Comités de Lucha han adoptado resoluciones condenando la invasión, pero todas han sido más bien vagas como si nadie quisiese correr el riesgo de la impopularidad atreviéndose a poner en duda la legitimidad de la exigencia de los normalistas. Vale la pena subrayar que los Comités de Lucha, compuestos por “activistas”, son elegidos por voto público en asambleas que poquísimas veces reúnen a la mayoría estudiantil. Como, por otra parte, las antiguas Sociedades de Alumnos –elegidas por la mayoría mediante el sistema de voto secreto- han caído en justo descrédito, la democracia estudiantil pasa por un mal momento. Desgarrada entre el espejismo de la democracia directa y su desconfianza ante la democracia representativa, oscila entre la demagogia y la apatía, frenesí y letargo. En suma, ni las autoridades ni los profesores ni los estudiantes quisieron o pudieron oponer a la agresión la única respuesta pacífica posible: una movilización democrática.
Las declaraciones de la mayoría de los grupos estudiantiles revelan una extraordinaria confusión intelectual y política. Un ejemplo: el Comité de Lucha de la Facultad de Ciencias, tras darle la razón a los normalistas, denunció la actitud de los asaltantes como “pseudo-revolucionaria”. Una verdad de Perogrullo pero que muestra hasta qué punto los muchachos sufren una intoxicación verbal: no puede aplicarse el vocabulario revolucionario sin deformarlo, a la pretensión de los normalistas. Las categorías de “revolucionario” o “contrarrevolucionario” no sirven para definir o calificar el incidente, aunque los “fósiles” hayan citado en sus discursos a Che Guevara y el “pintor” –émulo de Siqueiros- haya cubierto un muro con los retratos de Zapata y Jenaro Vázquez. Chabacanería y delirio: los lemas cómicamente heroicos como Inscripción o Muerte, los atuendos de revolucionarios de music-hall, las frases melenudas y los discursos mostachudos, el Padre Ubú disfrazado de guerrillero sudamericano. El incidente se ha convertido en un espectáculo insólito. Parece que asistimos a una “farsa revolucionaria” escrita y dirigida por un perverso pero gracioso sainetista reaccionario. Un nuevo género que a Valle Inclán le habría encantado: el esperpento ideológico.
¿Qué mano mueve a los títeres y, sobre todo, cuál es el sentido de la pieza? El Rector de la Universidad, Pablo González Casanova, es un hombre eminente y su libro La Democracia en México es una contribución fundamental al estudio de nuestra realidad contemporánea. Pero su hipótesis nos parece un ejemplo de lo que podría llamarse “la teoría astronómica”: atribuir los sucesos universitarios a la crisis del capitalismo mundial equivale a explicar la historia de la humanidad por la situación del planeta Tierra en el sistema solar. No es falso: es remoto. La otra teoría consiste en ver en el incidente la intervención más o menos disfrazada de fuerzas políticas ajenas a la Universidad. En 1968 se habló del comunismo internacional; en 1972 de una maniobra de la reacción. La gente se muestra más y más insatisfecha con estas denuncias demasiado generales e ideológicas, y pide, con razón, nombres. Nombres y pruebas. Aparte de esto, la teoría de la conspiración nacional y/o internacional tiene defectos parecidos, aunque en sentido inverso, a los de la “teoría astronómica”: no es falsa sino circunstancial. La intervención de grupos extraños ultrareaccionarios con caretas revolucionarias no es imposible, mejor dicho, es muy posible. Pero no es causa suficiente: hay otras más profundas y constantes. Aunque esas causas se configuran como de orden demográfico, su origen real, según se verá, es político y económico. Es evidente que hay miles y miles de muchachos –los normalistas no son una excepción- que se sienten con derecho a ingresar a la Universidad Nacional y en el Instituto Politécnico; es evidente asimismo que la mayoría de esos muchachos carecen de los conocimientos mínimos para seguir con provecho los cursos universitarios. (lo mismo sucede, hay que decirlo, con muchos de los que han logrado entrar: el descenso de nuestra educación secundaria y preparatoria es abismal). Los muchachos quieren forzar las puertas de la Universidad y el Politécnico porque sencillamente no tienen otra parte adonde ir. Lo malo es que, cuando logran entrar, la decepción es inmediata: la Universidad y el Politécnico se han convertido en aglomeraciones inhumanas y abstractas. Un escritor inteligente dijo el otro día que la Universidad había alcanzado venturosamente –y recalcó el adjetivo- la cifra de cerca de 200 000 estudiantes. Discrepamos: esa cifra sería venturosa si hubiese una cantidad proporcional de profesores, aulas, laboratorios y libros. ¿Cuántos libros por estudiante tienen las bibliotecas universitarias? Si dijésemos el número, el país entero enrojecería de vergüenza. No, México no necesita una Universidad inflada y que, como la rana de la fábula, un día puede reventar. No lo deseamos y esperamos que no sea tarde para evitarlo. Si es verdad que los universitarios son responsables de la situación de la Universidad, también lo es que la responsabilidad del Gobierno es aún mayor: durante muchos años, embriagado por una retórica sobre la que es mejor no hablar, ha desatendido la educación secundaria y postsecundaria (sería excesivo llamar a esta última: superior). Necesitamos muchas, muchas escuelas postsecundarias –llámenlas como quieran: universidades, politécnicos, institutos- que preparan un poco a la multitud de jóvenes que piden educación (aunque la pidan con mala educación). Necesitamos esas escuelas en todo el país, no sólo en México-Tenochtitlán. Y necesitamos también una o dos pequeñas, auténticas Universidades, en las que de veras sea posible dedicarse con un poco de seriedad a las ciencias y las humanidades.
Plural, número 12, septiembre de 1972.viernes, 3 de julio de 2009
Grilla Ilustrada
Letras, Letrillas, Letrones.
"Letrilla, segunda acep.: Composición poética... festiva o satírica", etc. "Letrón, segunda acep.: Edicto que en caracteres grandes se ponía en las puertas de las iglesias y otros lugares para que constase estar excomulgados los designados en él." Diccionario de la Real Academia Española.
Así, se titulaba una sección de la revista Plural, donde un misterioso pero ilustrísimo "fantasma" publicó esta columna:
Los Misterios del Pedregal.
Para entender los problemas de la Universidad hay que tener el genio de Hegel, que encontró en la lógica de las contradicciones la razón de la sinrazón de la historia; para desenredar sus embrollos hay que poseer la sagacidad de Monsieur Dupin, que descubrió que el asesino de la calle Morgue era un oragután. Pero el fantasma que escribe estas líneas no es ni filósofo de la historia ni detective amateur: es un alma en pena condenada a escribir en máquina. Ve lo que ve y dice lo que ve: las contradicciones no son momentos del proceso dialéctico sino contradicciones, faltas contra la razón. Y los delincuentes no son oragutanes, aunque lo parezcan, sino delincuentes.
El pueblo universitario -profesores, estudiantes, funcionarios y empleados- toleró que dos matachines y su banda asaltasen la Torre de la Rectoría, la ocupasen durante un mes, destruyesen los archivos y que, disfrazados de guerrilleros, representasen una farsa ultra-revolucionaria. Las autoridades, los comités de lucha y varios grupos de izquierda aclararon tímidamente que los dos valentones eran en realidad un par de farsantes enviados por fuerzas "derechistas ultra-reaccionarias para acabar con la Universidad crítica". Cuando los rufianes abandonaron la Torre, el pueblo universitario -ya sea por temor, indiferencia o complicidad- los asiló e impidió que fuesen aprehendidos. Nadie los perseguía por motivos políticos sino por robo y otros delitos de orden común. O al menos eso fue lo que dijeron las autoridades universitarias y las judiciales. Después, uno de los asaltantes pidió asilo político a Panamá y lo obtuvo. A los pocos semanas el gobierno de ese país lo devolvió a México, maniatado. Doble inconsecuencia y doble inmoralidad de los gobiernos de México y Panamá: primero, aceptar que el espadachín fuese efectivamente un perseguido político y no un delincuente de orden común; enseguida, devolverlo como si fuese un paquete (Panamá), aceptar su devolución y encarcelarlo (México). El otro sigue en la Universidad, pronuncia discursos revolucionarios, concede entrevistas ¡y pinta murales! (Oh Siqueiros, ¡cuántas bufonerías se cometen en tu nombre!). Por una curiosa confusión entre el concepto de autonomía y el derecho de extraterritorialidad, el espadachín no puede ser aprehendido. Un lío grotesco, dentro de la mejor tradición barroco-expresionista del esperpento, que revela la impotencia de las autoridades universitarias, la pasividad de la mayoría de los profesores y estudiantes y la demagogia de los comités de lucha y de los otros grupos y grupitos.
Para enredar más la maraña, el sindicato de empleados y trabajadores universitarios ha declarado un paro. Nueva suspención de la actividad docente. Lo peor es que, debido al cierre de los laboratorios, se han perdido muchos trabajos de experimentación e investigación. Aunque las autoridades universitarias han accedido a casi todas las demandas del sindicato -salvo aquellas que, de aceptarse, lesionarían gravemente la autonomía y la vida de la institución- los huelguistas no han cejado y piden satisfacción completa. Los puntos en litigio -tales como el derecho irrestricto de huelga y la libertad de afiliación del sindicato a cualquier central obrera- expresan una contradicción fundamental sobre una cuestión básica: ¿la Universidad es una empresa capitalista o es una institución nacional de cultura? Es claro que, si fuese una empresa, el derecho de huelga de sus empleados no podría tener más limitaciones que aquellas que señalen las leyes federales- y es claro también que el sindicato tendría la facultad de afiliarse a cualquier central obrera. No faltará chusco que sostenga que la Universidad es una empresa: si no es una fábrica que produce cosas, sí es una fábrica que produce empleados para las otras fábricas y para el Estado. Podría replicarse que, en tal caso, es una empresa en quiebra tanto por la calidad de sus productos como por su desfalco crónico... En cambio, si la Universidad no es una empresa (¿y cómo podría serlo realmente?), las proposiciones que las autoridades universitarias han hecho a los empleados son equitativas y de sobra razonables: libertad para constituir un sindicato universitario y libertad de ese sindicato para ligarse con los de las otras universidades; derecho a huelga con modalidades específicas; convenio colectivo de trabajo celebrado con el sindicato que se acredite mayoritario; libre afiliación individual de los empleados a los sindicatos y partidos políticos que les plazca.
Muchos grupos de izquierda -unos de estudiantes y otros, menos numerosos, de profesores- apoyan las demandas de los empleados y denuncian a la Universidad como una empresa explotadora y paternalista. Al mismo tiempo, estos grupos son partidarios de una "Universidad crítica"; inconforme con el actual estado de cosas, rebelde y promotora de la conciencia revolucionaria (sic.). Es imposible que no se den cuanta de la contradicción en que incurren: si la autonomía es la condición sine qua non de la "Universidad crítica", la libre afiliación sindical significa el fin de la Universidad y de la crítica. En efecto, el ingreso del sindicato universitario a cualquiera de las centrales obreras implica la intromisión de un cuerpo extraño: aquel que controlase al sindicato, controlaría a la Universidad. Apenas si es necesario agregar que las centrales obreras mexicanas no se distinguen precisamente por su radicalismo ni por su amor a la crítica. Al contrario, desde hace mucho son un sector conservador, inmovilista y conformista. La "Universidad crítica" de hoy es un corral donde aficionados de buena fe y farsantes felones representan sainetes y pantomimas revolucionarias; la "Universidad crítica" de mañana tendría por rector invisible a un Fidel Velázquez.
En un documento que aplaudimos por su claridad, el Rector Pablo González Casanova ha puesto tres condiciones para retirar la renuncia que ha presentado: los empleados deberían levantar el paro; los profesores y los directores de la facultades y los institutos tendrían que presentar un proyecto de reformas a los Estatutos con objeto de constituir consejos de gobierno compuestos por representantes de los profesores, los estudiantes y los empleados; el Gobierno de la República debería impedir la comisión de delitos de orden común contra la Universidad. Nos parece que el Rector se propuso con ese documento realizar algo que nosotros sugerimos desde el principio (véase el número 12 de Plural): la movilización de la opinión pública universitaria. El llamamiento fue escuchado por el Presidente Echeverría, que ha prometido enviar al Congreso de la Unión un proyecto de ley que garantice constitucionalmente la autonomía universitaria. ¿Y los profesores y los estudiantes? Algunos apoyaron al Rector, otros a los empleados pero la mayoría, resignada o indiferente, calla. No ha habido movilización de la opinión universitaria. En cuanto a los empleados: siguen en su trece. ¿Pablo González Casanova sufrirá la suerte de muchos de sus predecesores en la rectoría y su nombre se unirá al de esos mexicanos distinguidos -el caso más reciente ha sido el del ilustre doctor Ignacio Chávez- que ha sido sacrificado por la demagogia, la intriga y la estupidez?
Nota: Al cierre de éste número, nos informamos que el Dr. Pablo González Casanova renunció definitivamente a su cargo de rector.
Plural, número 15, diciembre de 1972.
¿Sabe usted quién escribió esta columna?