miércoles, 5 de agosto de 2009

Ejemplo de tolerancia


No es accidental que, ante el público, los intolerantes se las den de tolerantes y que, a los ojos del vulgo, los tolerantes parezcan intolerantes; ¡la tolerancia es elástica, ofuscable nuestro juicio! La comparación entre las nobles acciones del Ateneo de la Juventud de México y las innobles gesticulaciones de los secuestradores del Auditorio Justo Sierra nos da, nuevamente, luces sobre el asunto.

El Ateneo fue conformado por hombres de actitudes y gustos más que disímiles. Ahí estaba Pedro Henríquez Ureña, socrático en más de un sentido, que desde edad temprana apuntaba a ser un ciudadano de América, encarnación dominicana de los más nobles sueños de José Enrique Rodó, fiel creyente -de una fe más pura y originaria que la moda del sincretismo radical bolivariano de nuestros días- de la necesidad de la unidad latinoamericana. Henríquez Ureña “ensañaba a oír, a ver, a pensar, y suscitaba una verdadera reforma en la cultura, pensando en su pequeño mundo con mil compromisos de laboriosidad y conciencia”; era el alma de la renovación espiritual del México de inicios del siglo pasado, introdujo a Nietzsche -y lo tomó en serio-, a Bergson -y convirtió a la fenomenología a los grandes filósofos de su generación-, encarnó el escepticismo como remedio ante los excesos positivistas y lo elevó a “grado heroico de la inteligencia”. Henríquez Ureña, emprendió una incomparable campaña cultural hispanoamericana a fin de “buscar bases firmes para los demás, en su convicción de que -antes de improvisar- debemos enterarnos de muchas cosas”, fue, en suma, el “mayor ejemplo de comunidad y entusiasmo espiritual” de su tiempo.

Ahí estaba, también, Antonio Caso, el hombre que encarna la responsabilidad del académico, el gran ejemplo de persistencia educativa ante toda la adversidad del estrepitoso ambiente mexicano, el hombre que encontró en la filosofía verdaderas posibilidades heroicas y las vertió en la cátedra: el orgullo universitario. Caso era un hombre que quería saberlo todo, pero no al modo erudito de los coleccionistas de discursos, sino al modo clásico del saber de buen saber: “no hay una teoría, una afirmación o una duda que él no haya hecho suyas siquiera un instante, para penetrarlas con aquel íntimo conocimiento que es el amor intelectual”. Caso fue el primer gran crítico de la filosofía oficial. Encontró la justa medida entre cristianismo y fenomenología, entre tradición y modernidad, y la plasmó en su clásico -injustamente olvidado- La existencia como economía, como desinterés y como caridad (editado por última vez hace exactamente veinte años, ya agotado en las librerías y de bajo flujo en los resquicios de los libros viejos, en malas condiciones en bibliotecas públicas, ¿no sería bueno que la UNAM lo reeditara ya?). Introdujo a las costumbres intelectuales de México la lectura de William James y Boutroux; su lectura de Plotino, además, alentó los ímpetus místicos del otro gran filósofo de su generación. Caso fue hombre sencillo e inteligente que no dejó de pensar y enseñar a pensar, buscando al mismo tiempo -lo que puede verse en su defensa de la autonomía universitaria- las condiciones para pensar libremente.

La tercera arista de esa complejidad llamada Ateneo era José Vasconcelos, hombre tan impetuoso como aquel río en el que Homero vio a Diomedes. Vasconcelos, cabe recordarlo, fue el gran maestro de América. Asumido Odiseo e inquieto indagador de las filosofías de Oriente, amante de Wagner y entusiasmado lector de Nietzsche, estudioso de Bergson e incansable buscador de la articulación de la totalidad del ser. Maderista, apóstol educativo, poseedor de una fe en el libro que bien vale imitar en los lúgubres tiempos en que el destino nos ha dado a vivir. Ensayista de musicalidad ideológica, frustrado filósofo rey.

Completaba el cuadrado perfecto del Ateneo un hombre perfecto: Alfonso Reyes. El escritor más refinado de México, un alma pura que buscaba cosechar, a través del arado de las inigualables líneas de sus letras, la luz necesaria para hacer del alma mexicana un alma adulta, plena, dichosa, asidua al buen gusto y nutrida en las más nobles tradiciones de la historia occidental. El modo en que lo apodaban sus amigos del Ateneo, Euforión, lo describe claramente: hijo de Fausto y la belleza clásica. Mexicano universal, “un hombre para quien la literatura ha sido algo más que una vocación o un destino: una religión”, inteligencia esclarecedora, “el minero, el artífice, el peón, el jardinero, el amante y el sacerdote de las palabras”, el excelente caballero de las letras.

¿Cómo, pues, pudieron congeniar en un mismo proyecto cuatro personalidades tan variadas? Ellos mismos lo dijeron: por la afición de Grecia. Porque Grecia representa los más nobles ideales de la humanidad, porque en ella se encuentra la savia espiritual del mejor humanismo, porque tuvieron un modelo bello, bueno y eterno para guiar sus acciones.

Sin embargo, decirlo así, afirmar que ese amor por el humanismo heleno enriquece de tal modo las relaciones humanas que se forja la más genuina de las tolerancias, suena falso en nuestros tiempos. Solemos creer que no puede ser tolerante aquel que reconoce un modelo, aquel que puede distinguir entre lo bueno y lo malo, aquel que -finalmente- exhibe las diferencias en nuestro mundo. Pero a la vez, creemos eso porque nuestros ojos, extenuado cada vez más su brillo, suelen mirar el mundo con una gris indiferencia, con desprecio, con desgana, como moribundos, como si nos hallásemos tumbados oteando al derredor después de una resaca ideológica. En tal condición no hay posibilidad de estudiarlo todo como Pedro Henríquez Ureña, de buscar la heroicidad como Antonio Caso, de soñar con la grandeza como José Vasconcelos, de ennoblecer la vida con el aura de la palabra bella como Alfonso Reyes; en tal condición no queda más que embrutecerse en los pleitos, atiborrarse en los gritos, revolcarse en la propia inmundicia y culpar a los demás de la pesadumbre ínsita a la existencia que uno se ha forjado desde la indiferencia travestida de tolerancia. Quizá por ello, los últimos nihilistas fingen llamar al diálogo evitando a los infiltrados. Es una farsa, un autoengaño, una vida inútil, infeliz y vana...

1 comentario:

Ivo Basay dijo...

Por si les da flojera seguir el enlace que puso Námaste, a esto se refiere con lo de la farsa y el autoengaño. Al final de la convocatoria lanzada para el "Primer Encuentro de Experiencias y Solidaridad de y con los Espacios Ocupados, Libertarios, Autonomos e Independientes" puede leerse lo siguiente:

"A partir de las 01:00 horas del día domingo 9 de agosto y el resto de la noche: velada, guardia solidaria o lo que proceda según el aguante de cada quien: si puedes trae tu guitarra, más café, galletas, cobijas, “eslipin”, mas hambre, no alcohol, no otras drogas, no armas, no infiltradxs…

COORDINADORA ANTICAPITALISTA CHE GUEVARA JULIO 13 DE 2009"