Luis Lara recuerda el incidente de los jóvenes rebeldes en contra del maestro. Nos deja ver cómo el maestro no lo era sólo de historia, sino también de virtud y honor por medio del ejemplo. Es más fácil para algunos venerar la figura (pues en ocasiones es con lo único que se cuenta de ellos, una imagen, una fotografía) de quien toma el fusil y se refugia en la selva; parece no ser tan atractiva la del maestro que además de educar en las aulas se desnudaba en las columnas de los diarios, nunca desde la clandestinidad sino siempre ante los ojos de la nación, que exponía con valor y respeto a la (hoy en día devaluada) más alta tribuna de la nación, ante el Congreso, sus ideas y proyectos.
Nos recuerda su lealtad, valor ya en desuso en estos tiempos. Cuando hay quienes olvidan que formar parte de la Universidad es un compromiso, cuando hay quienes piensan que el gobierno debe darles, sin entregar nada a cambio... salvo quizás dentelladas. Y nos habla además, desde el lejano 1948, del peligro que correría la Universidad cada vez que fuera tomada como rehén de luchas políticas, ajenas a su misión fundamental. Misión que puede resumirse en estas palabras del Maestro: "En el amor de la ciencia y de la patria está la salud del pueblo". Así pues, Luis Lara Pardo nos cuenta:
Cómo Conocí al Maestro
En aquellos días, ya remotísimos, de mis primeros pasos por la Escuela Preparatoria, Justo Sierra no era todavía el maestro amado y venerado por la juventud mexicana. Comenzaba, sí, su ascensión. Era profesor de historia, por derecho propio, en el Alma Mater de las generaciones profesionales futuras.
Políticamente era diputado, primer peldaño de su carrera. Era literalmente conocido en el cenáculo que rodeaba al maestro Ignacio Altamirano. Los muchachos preparatorianos lo conocíamos principalmente como cantor romántico de la “Playera”.
Dábanse entonces algunos pasos para hacer avanzar los sistemas educativos.
Reuníase una asamblea de educadores que discutían asuntos pedagógicos, y como las sesiones eran públicas, allá íbamos los estudiantes en masa a escuchar buenos augurios para la educación obligatoria laica y gratuita, por la cual luchaban los liberales de aquel tiempo. Entre sus filas, Justo Sierra era uno de los más firmes. Ponía en la lucha su grande inteligencia, su dignidad, su voz robusta y admirablemente matizada, su elocuencia, hacían de él un orador magnífico.
Allí íbamos los muchachos preparatorianos, a oírlo en cada oportunidad que se nos presentaba.
Vino un leve eclipse. La turba estudiantil, alborotadora como siempre, se agitó muchísimo. Turbó las postrimerías de la presidencia del general González. Hubo públicas demostraciones contra la moneda del níquel, emitida en demasía, y entre los estudiantes, más que todo, por el reconocimiento de la “deuda inglesa”, que el Gobierno proponía. Para hacer efectiva una disciplina enérgica en la Escuela Preparatoria que se decía el semillero de la agitación, el Gobierno pidió su renuncia al director, el sabio naturalista don Alfonso Herrera, y nombró en su lugar al licenciado Vidal Castañeda y Nájera, ajeno a la enseñanza, extraño al profesorado, miembro de la corte, militar de Justicia y con grado de coronel del Ejército. Para los estudiantes aquello era el colmo de la humillación.
Vuelto a la presidencia el general Díaz, que no había visto con malos ojos la agitación antigobiernista de la deuda inglesa, apoyándose en razones de política internacional, la turba estudiantil volvió a agitarse. Justo Sierra, ya respetadísimo, pronunció en la Cámara un elocuente discurso a favor del reconocimiento. A los ojos estudiantiles era una defección. Había en la Preparatoria intenso movimiento, se declaraba una huelga contra el nuevo director, y algunos profesores la apoyaban indirectamente.
Un día, en las puertas del Colegio Grande, los preparatorianos vimos un anuncio que decía: “Hoy viene Justo Sierra; ¡zapotes, muchachos!” Fue la señal de una manifestación de la cuál tuvimos que avergonzarnos después. Cuando el maestro llegó, una multitud de alumnos llenaba la entrada y el portal del piso bajo que conducía a la gran escalera donde estaba el lema: “Amor, orden y progreso”, y otro: “Saber para prever, prever para obrar.”
Pasó el maestro y lo acogió una lluvia de proyectiles; zapotes que al chocar vaciaban su negro contenido. Él pasó imperturbable, subió la escalera sin siquiera volver el rostro; pálido de emoción, pero digno y solemne. Los prefectos disolvieron a la multitud de estudiantes a quienes se habían unido los de las escuelas profesionales vecinas, Jurisprudencia y Medicina, y no hubo más incidentes. Terminada la huelga, el maestro Sierra volvió a su cátedra. Nunca hizo alusión al incidente. Más tarde, le oí explicar el porqué de su apoyo a la iniciativa y su profesión de fe de porfirismo, al cual fue leal hasta el punto de seguir en su descenso al régimen, derribado por la Revolución: “Mi apoyo al gobierno se funda en las promesas que ha hecho de fomentar, perfeccionar, impulsar vivamente la educación pública, porque la educación salvará al país.”
No tardaron en olvidarse aquellos incidentes, y la aureola de maestro se fue avivando en torno de esa figura espléndida de la intelectualidad mexicana. Su cátedra, siempre oral, era en la Preparatoria una de las pocas que podían seguirse con placer y al mismo tiempo con provecho.
Eran conferencias, eran discursos elocuentes, en un estilo puro y vigoroso. Es una lástima y un motivo de sonrojo para todos los discípulos de aquel tiempo que nadie haya pensado en recogerlas taquigráficamente y reunirlas en volúmenes que habrían sido un texto nutrido y preñado de riquezas.
En política, el maestro Sierra se afilió desde sus principios al grupo llamado Científico, del cual fue uno de los portavoces más elocuentes en el Congreso y uno de los valores legítimos y más brillantes.
Así, cuando de la Secretaría de Justicia e Instrucción Pública salió el licenciado Joaquín Baranda, acusado de ambicionar la sucesión del General Díaz, y de no haber guardado discretamente sus ambiciones, resolvió el gobierno dividir en dos la esfera de acción de esa Secretaría y crear la Subsecretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes. El maestro, cuyos esfuerzos a favor de la educación pública le habían dado ya fama bien merecida, fue llamado a ocupar ese nuevo departamento.
Sus amigos le ofrecimos entonces una comida que se efectuó en salón del entresuelo del restaurante “Maison Dorée”, situado en lo que hoy es avenida Madero y entonces uno de los centros gastronómicos preferidos. En aquella ocasión, el maestro habló de sus propósitos, de sus anhelos.
No se le ocultaba que, afiliado a un grupo político que había despertado ya recelos, encontraría oposiciones; le saldrían al encuentro censuras y ataques. José Ferrel había publicado ya un artículo envenenado, “La Prostitución del Bronce”, denigrante para el progenitor del maestro.
En una conversación marcada por el tono de confianza, dijo: “Podrán acusarme de todo, menos de dos cosas: que no sea honrado o que sea tonto.”
Y efectivamente, en el seno mismo de aquel grupo científico de donde salieron grandes fortunas, se conservó siempre pobre, y sus recursos podían contarse y habrían resistido el más severo escrutinio.
De allí paso a ser Secretario, ya sin estar sujeto a otro ministro. Después de haber concurrido a su fecunda cátedra, no perdí contacto con él.
Solía encontrarlo en casa de su tío, don Pedro G. Méndez, hombre rico, cultísimo, generoso, de quien era yo lector y que me dio el único apoyo pecuniario que recibí en mi carrera.
Más tarde, fuimos vecinos. Habitaba en la calle de Londres, una casa, un palacete propiedad del licenciado Emilio Rabasa. No tenía coche. Todavía no se acostumbraba que el gobierno pusiera a la disposición de sus Ministros automóvil, chófer y gasolina. Solía yo encontrarme con él en el tranvía donde muchas veces se dirigía a su ministerio. En uno de esos viajes me confió su proyecto supremo: la creación, o mejor dicho, el restablecimiento de la Universidad, que fue la primera de América y llevaba muchos años de suprimida. Era no sólo su ensueño, sino su decisión; decisión vigorosa, tan enérgica, que sorprendía a quienes, ante la bondad inagotable, la generosidad espléndida del maestro, lo creían débil, y no sabían de qué esfuerzos sería capaz para el progreso intelectual de la patria.
- En cuanto haya realizado este proyecto, inmediatamente me retiraré del ministerio – me dijo con firmeza.
Así lo creí. No me tocó en suerte ver la resurrección de la Universidad con la halagüeña perspectiva de agrupar los altos estudios, las escuelas profesionales, y recibir amplio subsidio de un gobierno que empezaba a preocuparse formalmente de los problemas educativos de México.
La Universidad se volvió a abrir, y es el monumento más elocuente levantado a la memoria del maestro; más duradero, más luminoso, que todas las estatuas erigidas en honor suyo y que todos los homenajes posibles.
Se abrió la Universidad. Quizá no siga la trayectoria que el ilustre maestro quiso trazarle. En los días críticos, cuando se agitan las aulas por motivos no relacionados con la enseñanza universitaria, el maestro, si viviera, se sentiría hondamente contristado y diría: “No es lo que quise hacer.”
Restablecida la casa máxima de estudios, el maestro no se retiró del Ministerio. Era también político y la política suele tener exigencias absurdas. Sentía ya que la nave gubernamental amenazaba perderse, y no quiso salvarse él solo. Fiel a su filiación política, quedó en su puesto hasta el fin. Y como era una excepción en el medio político en que había actuado y todos los intelectuales de la Revolución lo reconocían por maestro, toda sabiduría y bondad y amor a México y a la juventud, fue el único de los “científicos” a quien no alcanzaron los denuestos y los ultrajes, y fue enviado como emisario de la cultura mexicana a la corte de España, donde sus ojos se cerraron para siempre.
Luis Lara Pardo
Revista de revistas, febrero 1º de 1948.